Nota

La voz del poeta

por Felipe Cussen
Académico Instituto de Estudios Avanzados
Universidad de Santiago de Chile

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Texto «La voz del poeta»

Buenas tardes[1]. Mi nombre es Felipe Cussen. Lo que acaban de escuchar es casi una declaración de intenciones; casi, porque lo que declaro es casi lo contrario de lo que verdaderamente pienso. Sí estoy agradecido de esta invitación, pero no he transmitido a todos ustedes mis sentimientos más profundos a través de mi voz. Lo que he intentado transmitirles, más bien, es la dificultad que tengo para transmitir mis sentimientos más profundos a través de mi voz, porque ni siquiera sé si tengo una voz poética.

Para tratar de resolver si tenía o no una voz poética escribí y compuse este poema hace poco más de 2 años. «Escribir» es un decir, pues básicamente copié y pegué una serie de definiciones tomadas de la entrada sobre «Lírica» en Wikipedia. Luego de ajustar este discurso, lo leí en voz alta y lo grabé en mi computador. A partir de ese archivo de audio realicé cortes de distintas longitudes: frases, palabras, sílabas y fonemas. Esos elementos fueron convertidos en loops que se repiten invariablemente, o que responden a la acción de un secuenciador, o que sólo suenan si son activados externamente. Además, les apliqué una serie de efectos como ecos, reverberancias, paneos, ecualizaciones, alteraciones de su altura y su textura, e incluso vocoders, que le otorgan ese carácter robótico. Para hacer sonar todo esto en vivo, recurro a distintos controladores externos (una aplicación de un iPad que se conecta vía wireless al computador, una serie de botones y perillas que transmiten vía USB y un sensor que lee los movimientos de las manos y los traduce a mensajes MIDI) que permiten activar o desactivar las distintas secciones, regular los volúmenes de cada pista, percutir algunos sonidos y aplicar los distintos efectos.

Puede parecer extremadamente absurdo tener que apretar un botón que le diga al computador que reproduzca la grabación de un sonido que emergió de mi boca hace dos años para que pueda sonar ahora por unos parlantes, pero cada vez que lo hago pienso que no es tan distinto a la acción mediante la cual nuestro cerebro ordena a la lengua y las cuerdas vocales que emitan los sonidos con que ahora mismo estoy hablando. Me gusta recordar que el habla es una acción que responde a una mecánica muy sofisticada. Por eso, cada vez que muevo estas perillas, pienso que soy un robot. Pienso que soy un robot que ocupa mi nombre y mi cuerpo para leer maquinalmente un texto que no le pertenece y que no lo representa, casi como un inocente que se ve obligado a leer una declaración de autoinculpación. Y luego pienso que ese robot que lee con mi propia voz se rebela y la fragmenta para mostrarme su propia voz. Ustedes, naturalmente, se preguntarán ¿por qué no escribo lo que realmente pienso? ¿Por qué grabo y luego destruyo mi voz? ¿Será porque de verdad no tengo una voz poética?

Para tratar de resolver si tenía o no una voz poética comencé a escribir el ensayo que ahora estoy leyendo, y en el que quisiera profundizar con más detalle lo que suele entenderse por voz poética. Esta vez fui menos flojo y busqué más allá de Wikipedia. Comencé por tomar el enorme volumen de The Princeton Enciclopedia of Poetry & Poetics, y en la entrada correspondiente se indicaba que a pesar de que la escritura es obviamente distinta al habla, es muy frecuente que los críticos literarios se basen en metáforas de la voz para analizar la escritura (E. Richards, en Greene 1525)[2]. En efecto, cada vez que utilizamos este término manifestamos la ilusión de que las palabras escritas en una página muda pudieran resonar con la voz real del poeta.

Detrás de esta metáfora late una concepción más profunda, arraigada en una visión romántica de la poesía. En La poesía de Johannes Pfeiffer, un texto que forma parte de la bibliografía básica de varios cursos universitarios, se indica que en la poesía es el modo en que emerge «una interioridad» (35), que refleja una «atemperada hondura esencial» (52) y que ilumina la «profundidad esencial de nuestra Existencia» (100)[3]. La poesía, entonces, correspondería a un proceso en el que se busca extraer una serie de vivencias, emociones, pensamientos para darle adecuadamente una forma mediante las palabras. De alguna manera, nuestra recepción de los poemas suele asumir la identificación entre el texto y el sujeto biográfico que las encarna, tal como cuando nos compadecemos de un cantante que canta canciones sufridas o admiramos al actor que interpreta roles de acción.

Como ya dije, o al menos como decía Wikipedia, dentro de la teoría literaria han surgido conceptos como el de hablante lírico que pretenden marcar algunos límites. Pere Ballart, en un capítulo titulado «El ventrílocuo» de su libro El contorno del poema, combate «aquella extendida creencia en que la voz que oímos en un poema no es otra cosa que la de la persona real que lo firma» (188)[4] y retoma el concepto de «persona poética» o «máscara» que muchos poetas ya habían enunciado. Quizás el que lo ejemplificó de mejor manera es Fernando Pessoa, quien en uno de los escasos momentos en que no necesitó ocultarse detrás de sus heterónimos, escribió «O poeta é um fingidor./ Finge tão completamente/ Que chega a fingir que é dor/ A dor que deveras sente» [«El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ Que hasta finge que es dolor/ El dolor que de veras siente»] (174-75)[5].

Muchos autores contemporáneos han seguido este impulso para tratar de borrar de manera aún más radical cualquier marca de originalidad, honestidad y emotividad. Algunos de ellos, agrupados en lo que se ha denominado Escritura Conceptual o Conceptualismo lo han practicado principalmente mediante la apropiación o el plagio de textos ajenos. Sin embargo, esto no implica necesariamente dejar de pensar en la subjetividad como problema poético. Rob Fitterman lo formula espléndidamente: «Me interesa la subjetividad, sólo que no tiene por qué ser la mía»[6].

Esta actitud choca, evidentemente con las expectativas de otros poetas y también de aquellos lectores para quien el poema debería ser un espacio en el que principalmente se comparten sentimientos. La crítica norteamericana Marjorie Perloff[7] relata una escena bastante ilustrativa que tuvo lugar en la Casa Blanca, cuando la Primera Dama, Michelle Obama, destacaba que la poesía sirve para expresarse uno mismo y conectar con los demás, y para que nos sintamos reflejados y menos solos. Como resume Perloff, desde esta perspectiva la labor del poeta se reduciría a encontrar una voz auténtica para explotar sus sentimientos más únicos y verdaderos.

Pero ¿qué ocurre si, un buen día, nos despertamos y no encontramos nada en nuestro interior? A mí eso me ha ocurrido muchísimas veces en los últimos años. Al comienzo me complicaba, pero después decidí que eso no impediría que escribiera. Si no tenía mis propias emociones, podía robarlas. Escribí un diario de vida que sólo consistía en el reordenamiento de las entradas de un calendario con frases de autoayuda de Louise L. Hay. Construí mi propia definición de poesía buscando en google las definiciones que otros habían colocado en sus blogs. Muchas veces ocupé declaraciones de personajes de la farándula que me resultaban divertidas. A veces indicaba a quiénes pertenecían, pero luego prefería camuflarlas como si fueran mías, porque me parecía más provocativo que el lector no pudiera determinar si estaba hablando en serio o no. Y al mismo tiempo quería saber qué se sentía decir lo que había dicho alguna vez Paulina Nin de Cardona: «Comunicadores somos todos, porque comunicamos».

Para tratar de resolver si tenía o no una voz poética seguí escribiendo este ensayo, y recordé una escena más antigua. La primera vez que me invitaron a una lectura de poesía le pedí a un amigo que leyera mis poemas. Esos poemas eran bastante líricos, y me parecía que si yo mismo lo leía, el resultado sería doblemente cursi. Algo parecido ocurrió cuando lancé mi primer libro: para evitar leerlo, filmamos un video en el que un actor leía el texto acompañando las escenas. Sólo muy gradualmente comencé a incorporar mi propia voz a las lecturas, pero combinándolas con la proyección de textos. Luego fui grabando mi voz y utilizando efectos para distorsionarla, y también experimenté con la que ha sido una de mis experiencias favoritas: colocar un fragmento en alguno de los programas text-to-speech para que alguna de las voces del computador la leyera. Resultaba muy interesante tratar de descubrir qué permanecía y qué cambiaba cuando «Diego» o «Mónica» hablaban con mis palabras, o incluso cuando alguno de sus colegas gringos intentaba pronunciarlas.

Ésta fue, como podrán ver, mi manera bastante infantil de entrar en el ámbito de la poesía sonora, o, al menos, de intentar enfocarme de manera particular en las potencialidades sonoras del lenguaje. Y me interesó particularmente utilizar las posibilidades de los programas de producción musical para intentar avanzar en esta investigación. Me sentía muy cerca del entusiasmo de aquellos pioneros que hace 4 ó 5 décadas experimentaban con las cintas de audio de maneras impensables. El inglés Bob Cobbing, por ejemplo, se mostraba fascinado por la posibilidad de amplificar, alterar la velocidad y la altura o superponer las micropartículas de la voz hasta un punto en que no pareciera humana (en Cobbing y Mayer 44)[8]. Los nuevos softwares utilizados por músicos electrónicos han complejizado las opciones, pues cuando los sonidos grabados son transformados en archivos digitales no sólo se puede manipular su textura sino que se pueden recortar, editar, repetir con mucha mayor facilidad. Por ejemplo, se provocar artificialmente el desorden de un discurso o un tartamudeo, ya sea a partir de la voz de un robot, la voz de otra persona o de mi propia voz.

Todas estas operaciones podrían responder simplemente a caprichos o a un fetichismo tecnológico, pero para mí resultan profundamente ligadas a lo que entiendo por escritura: probar todas las posibilidades que ofrece la materialidad del lenguaje. Y la mejor oportunidad que he tenido hasta ahora ha sido separarla de mis pensamientos y mis emociones, extrayéndola de mi cuerpo mediante una grabación para poder bucear en ella y conocer sus cualidades más valiosas, precisamente aquellas que están más allá de la semántica de las palabras.

Sólo así he podido comenzar a conocer mi voz, pero no aquella «voz poética», sino simplemente mi voz, a secas, una voz propia y a la vez profundamente desconocida. Algo parecido contaba la poeta sonora Amanda Stewart sobre los procesos de edición en cinta: al ralentar, procesar, mezclar y editar su voz pudo darse cuenta de muchos detalles que nunca había escuchado, y así sentía que su voz «retornaba» a su cuerpo de una manera más poderosa y más íntima (en Neumark 176-77)[9]. El mismo Cobbing también lo explicitaba: aunque parezca extraño, la invención de la grabadora le ha devuelto al poeta su voz (en Kostelanetz 386)[10].

Ahora que estamos reunidos para hablar de las nuevas formas de lectura resulta particularmente atractivo darnos cuenta que las tecnologías digitales pueden devolvernos una forma de escucha muy antigua: aquella que experimentamos cada vez que nuestra voz se desdobla para convertirse en un eco. Por mi parte, ya se habrán dado cuenta que al igual que en la búsqueda de la flor de los siete colores, tuve que recorrer un largo camino para poder descubrir mi propia voz. Mi voz de robot.


[1] Este texto fue presentado el 29 de agosto de 2013 en el Seminario «Nuevas formas de lectura», organizado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Región del Maule, en el Centro de Extensión de la Universidad Católica del Maule, sede Curicó. Antes de leerlo, interpreté en vivo el poema sonoro homónimo que después comento. La grabación que incluyo ahora fue realizada en marzo de 2014. Muchas de estas reflexiones forman parte de la investigación de mi proyecto Fondecyt Regular #1131136 «Samples y loops en la poesía contemporánea».

[2] Greene, Roland (ed.). The Princeton Encyclopedia of Poetry & Poetics. Fourth Edition. Princeton: Princeton University Press, 2012.

[3] Pfeiffer, Johannes. La poesía. Trad. Margit Frenk Alatorre. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1959.

[4] Ballart, Pere. El contorno del poema. Barcelona: El Acantilado, 2005.

[5] Pessoa. Fernando. Ficciones del interludio. Trad. Santiago Kovadloff. Buenos Aires: Emecé, 2004.

[6]Fitterman, Rob. “My Sharona”. Elective Affinities. 6 jul 2012. http://electiveaffinitiesusa.blogspot.com/2012/07/robert-fitterman.html

[7]Perloff, Marjorie. «Towards a conceptual lyric». Jacket2, 28 jul. 2011. https://jacket2.org/article/towards-conceptual-lyric

[8] Cobbing, Bob y Peter Mayer (eds.). Concerning Concrete Poetry. London: Writers Forum, 1978.

[9] Neumark, Norie, Ross Gibson y Theo van Leeuwen. V01CE. Vocal Aesthetics in Digital Arts and Media. Cambridge: The MIT Press, 2010.

[10] Kostelanetz, Richard. The Avant-Garde Tradition in Literature. Buffalo: Prometheus Books, 1982.