por Jimena Castro
Dra (c) en Estudios Americanos del Instituto de Estudios Avanzados
Universidad de Santiago de Chile
Corría el año 1.148 y la fama de Hildegard von Bingen la hacía recibir varias cartas cada cierto tiempo. Eran cartas escritas en respuesta a preguntas que ella enviaba, como la que recibió de Bernardo de Clairvaux y el Papa Eugenio cuando les pidió su aprobación para escribir lo que ella vio en sus revelaciones. También eran cartas que recibía de manera espontánea: algunas personas le pedían consejos, otros sentían curiosidad por conocer el origen de su capacidad visionaria. Al mismo tiempo, existían emisores que le pedían milagros a la abadesa, como el caso de la joven enamorada de un hombre que no le era apropiado. ¿La solución? Que comiera de un pan humedecido con lágrimas de la misma Hildegard para calmar su pasión.
Pero sucedió una vez que Hildegard tuvo que responder a las letras de otra monja: Tengswich von Andernach. La carta estaba escrita a nombre de toda la comunidad de Tengswich y su contenido consistía en algo muy puntual: la forma en que Hildegard y sus hermanas se vestían. Lo que inquietaba a Tengswich era la falta de austeridad en la apariencia física de la comunidad de Hildegard. Reproduzco aquí un fragmento de la carta:
Ha llegado algo hacia nosotras algo insólito acerca de una costumbre vuestra, y ésta era que vuestras vírgenes estaban en las iglesias los días de fiesta cantando salmos con los cabellos sueltos, y que como adorno llevaban unos velos de seda de un blanco resplandeciente hasta el suelo, y sobre sus cabezas unas coronas de oro con cruces a cada lado y detrás, y en la frente la figura de un cordero muy bien grabada. También llevaban en los dedos anillos de oro, y todo esto a pesar de que el primer pastor de la Iglesia lo prohibiera en una epístola al advertir y decir: «Así mismo que las mujeres, vestidas decorosamente, se adornen con pudor y modestia, no con trenzas ni con oro o perlas o vestidos costosos» (1 Tim 2, 9) (117).
Los hábitos de las monjas desde siempre han querido simbolizar su situación interior, además de significar una distinción de entre las mujeres del mundo. Sus colores dependerán de cada orden religiosa y en general buscan expresar austeridad y ocultamiento. Durante la Edad Media, la norma del vestuario consistía en el uso de los siguientes elementos: en la cabeza una cofia y una toca cubiertas por un velo, una túnica sellada por una faja, las mangas en los brazos, un escapulario en la espalda, una cruz, enaguas y a veces, un delantal de trabajo. Se usaban más piezas, pero estas eran las básicas. Siendo así, llamaba mucho la atención a Tengswich que Hildegard y las suyas no se ajustaran a la austeridad que el mismo san Pablo exigió a las mujeres. Leamos qué responde Hildegard a esta inquietud:
La fuente viva dice: la mujer se mantiene oculta en la habitación con gran vergüenza, pues la serpiente le insufló grandes peligros de una horrible lascivia. ¿De qué manera? La forma de la mujer relampagueaba y resplandecía en la primera raíz de lo que está formado aquello en que se oculta toda criatura. ¿De qué manera? De dos: por ser obra experimentada de los dedos de Dios, y por su belleza superior (…) La mujer no debe crecerse en sus cabellos, ni adornarse ni llamar la atención con coronas ni cosas de oro, si no es por voluntad de su marido (…) Pero todo esto no tiene nada que ver con la virgen. Ella se encuentra en la simplicidad y la integridad de la belleza del paraíso (…). Las vírgenes están unidas en el Espíritu Santo de la santidad y en la aurora de la virginidad. De ahí que se apropiado que vayan junto al sumo sacerdote como holocausto ofrecido a Dios. Por ello es justo que la virgen lleve un vestido blanco resplandeciente, con el permiso y por la revelación en misterioso aliento del dedo de Dios, que es claro significado de su boda con Cristo. Debe atender a que su espíritu esté solidificado por la pureza considerando quién es Aquel al que está unida (119)[1]
Touché! Con docta maestría, Hildegard se muestra como una conocedora de las Escrituras, enseñándole a Tengswich su verdadero sentido. Lo hace distinguiendo a la mujer que se casa con un hombre de carne y hueso, con otra que se casa con Cristo. Esta última no puede vivir bajo las reglas de la mujer casada y por eso la virgen tiene el derecho de vestirse de acuerdo a la dignidad de su esposo. En esta declaración, Hildegard está mostrando también el lugar donde la mentalidad medieval situaba a lo material: en la dimensión simbólica.
El monástico es un mundo donde convivían lo imaginario con lo manifiesto, donde los límites entre lo abstracto y lo palpable podían perfectamente encontrarse en la vestimenta de una monja. Telas, colores y piedras no sólo eran una realidad de acá que simbolizaba la de allá. En la mentalidad de Hildegard, no quedan tan claros los límites entre dos mundos, viviendo ella en uno tan celeste como terrestre, vestida de blanco, con el pelo suelto.
[1] Referencia: Cirlot, Victoria (ed.). Vida y Visiones de Hildegard von Bingen. Ediciones Siruela: Madrid, 2009.