por Roberto Cabrera V.
Doctor en Literatura
Pontificia Universidad Católica de Chile
Parece connatural a la lógica futbolística la existencia de los números: en las tiendas, al momento de comprar una camiseta se suele ofrecer la impresión del dorsal, lo que funciona también como un indicador de popularidad de ciertos jugadores en el marco cada vez más extendido del fútbol como actividad comercial, generadora de miles de millones de dólares anuales. Así, en los últimos años, la camiseta 10 del Barcelona se ha visto reproducida hasta el hartazgo; primero como homenaje al brasileño Ronaldinho y luego como señal de admiración hacia el crack argentino Lionel Messi.
Podríamos hacer de memoria una larga lista de números emblemáticos, partiendo por el propio 10, peleado a muerte entre Pelé y Maradona. Una lista que incluya casos especiales, excéntricos y pintorescos, como el 1+8, ostentado por Iván Luis Zamorano en el Inter de Milán, a la llegada de Ronaldo, quien monopolizó la 9. La numeración de los arqueros, tema especialmente sensible, ha tenido variantes inesperadas en el último tiempo, cambios que de seguro molestan a los más puristas. Cabe recordar que en el alicaído torneo chileno de finales de los noventa, el flagelo del no pago de sueldos obligó a ciertos clubes a extremar el ingenio y así, fuimos testigos de la metamorfosis del célebre 1 en la espalda al impresentable 188 que se vio forzado a cargar el legendario Sergio Bernabé Vargas, a la sazón arquero de la Universidad de Chile. La necesidad tiene cara de hereje y un necesitado suele encontrarse con un inescrupuloso, en este caso fue una empresa de telefonía.
Otras veces se trata de instalar homenajes familiares, institucionales o simplemente caprichos del jugador. Es más, cuando un jugador especialmente identificado con un equipo se retira de la actividad, el club borra de sus registros el número que usaba en su camiseta. Sin embargo, este gesto de homenaje no ha logrado consenso entre los habitantes del planeta fútbol. El Milán de Italia borró la 6 en honor de Franco Baresi; lo mismo hicieron el Vasco da Gama con la 11 que vistió Romario y claro, el Napoli italiano, que descontinuó la 10 de Maradona. Dato aparte sobre el campeón del mundo del 86, su nombre se ha hecho icono visual en una palabra que combina códigos: D10s. Otros equipos, como el Feyenoord holandés, evitan usar la 12 en homenaje a la hinchada (que sería el duodécimo jugador). Se ve entonces que este es un campo donde la innovación siempre encuentra espacio, aún a pesar del discurso ordenador de la FIFA, a menudo más normativo que el de la mismísima RAE.
En todo caso, este panorama que acabamos de detallar no siempre lució de este modo; de hecho, se trata de uno de los grandes cambios en la historia del fútbol. Hasta antes del verano de 1911, el fútbol se jugaba en una suerte de anonimato, tal vez porque no era tan popular y los jugadores rivales se conocían de sobra. Lo cierto es que la idea surge en la lejana Australia, a todo esto, primer rival de Chile en la Copa del Mundo de Brasil. Los equipos de Leichard y HMS Powerful, originarios de Sydney, fueron los primeros en estampar números en la espalda de las camisetas y en poco tiempo la idea se volvió norma para todo el territorio australiano.
La liga inglesa asumió la numeración recién en 1939 y lo hizo de acuerdo con su distinguida tradición de hacer las cosas de otro modo (conducir el auto desde la derecha, usar la libra y no el euro, ni hablar del diseño de sus enchufes): las camisetas se enumeraban del 1 al 22, las primeras 11 para el local y la segunda mitad para el visitante. A pesar de lo absurdo que hoy nos suena esa propuesta, llegó para quedarse; y claro, prontamente deben haber captado los hinchas y los relatores la enorme ventaja de asociar un player con un número y luego, un puesto con una cifra. En el espacio privilegiado de los mundiales de fútbol, los dorsales debutaron en el inolvidable 1950 brasileño, el del Maracanazo y la gesta uruguaya. La camiseta 7 de Alcides Ghiggia se vuelve el fantasma más aterrador para el balompié caroca y escudo ineludible del ser futbolístico celeste. De ahí en más, los números quedaron instalados en el siempre pauteado escenario mundialero y más allá de alguna desacertada idea (en el mundial de Argentina, 1978, las cifras se distribuyeron por orden alfabético, de modo que los arqueros no vistieron el 1, sino el que les tocó por culpa/mérito de sus padres), las casaquillas numeradas son una marca registrada.
Como cuenta el escritor argentino Eduardo Sacheri en «Jugar de 85», los números en la espalda también permiten al espectador visualizar el lugar que el deportista ocupa en la cancha y que en varios casos adquiere una connotación que supera con creces su funcionalidad original. Por ejemplo, hoy se habla de la desaparición del 10 tradicional, es decir, de un jugador con especiales dotes futbolísticas, buen pasador, rematador de distancia y factor de ordenamiento, eje y guía (espiritual) del equipo. Mismo fenómeno para el 9, al que incluso se le llama con una especie de pleonasmo, «el 9 de área», jugador clave porque finiquita las oportunidades de gol con remates de diverso tipo y un juego de caderas, piernas y visión que le permite desenvolverse en espacios muy reducidos.
En el fútbol contemporáneo aparecen otros números simbólicos, derivados de cambios en los esquemas de juego: el doble 5 por ejemplo, un tipo que puede estar a cargo de desarmar las jugadas del contrincante, pero que una vez conseguido el objetivo encabeza el ataque de su equipo. En una posición similar está el 6, que además suele ser portador de la voz colectiva, cuando no el capitán del equipo (Xavi en el Barcelona, por ejemplo).Vista en perspectiva, la fijación de dorsales en el fútbol despejó el camino para la introducción del relato radial, que se apoyó en la identificación de los deportistas, con lo que su aporte se valora con especial cariño.
Gran parte de la gracia del fútbol es el cambio de roles que está en la base de su ser: podemos pasar de ser espectadores y comentaristas a protagonistas, jugadores de fin de semana que, más o menos organizados recreamos las artes de nuestros referentes. De ahí también que cuando nos presentamos ante un grupo que quiere armar un equipo, recibimos esa pregunta que a la luz de lo anotado adquiere valor ontológico:
– ¿De qué juegas?
– No sé…de 7