por Francisco Castillo Cristi
Licenciado en Diseño
Universidad Mayor
Después de la ceremoniosa misa del gallo cantada en latín en la Catedral, la cena fue más sofisticada que de costumbre, la mesa lucía la mejor porcelana inglesa de la casa, y la cuchillería de plata grabada con las iniciales familiares centelleaba entre candelabros y centros de mesas repletos de flores. La calurosa noche de diciembre se hacía aun más cálida producto del calor emitido por las velas y la enorme lámpara de doce tulipas a gas que colgaba en el comedor. Estaban todas prendidas porque era una cena especial, era Nochebuena. Después de la cena rematada por una torre de dulces y merengues de la pastelería de las Rengifo, fue toda la familia al salón donde estaba el pesebre, para poner en él la imagen de un niño Jesús cuando dieran las doce de la noche… La navidad, en las primeras décadas del 1900, era muy distinta a la de hoy, no se habían adoptado aún las costumbres del hemisferio norte: árboles de pino decorados e iluminados, coronas con cintas y campanas, y ramas de muérdago en los umbrales, no eran costumbres bien vistas entre apostólicos romanos. Una vez pasada las doce de la noche, todos se fueron a acostar, los niños sin sueño por la ansiedad que les producía la espera por la llegada de sus regalos.
A la mañana siguiente, al despertar, los niños sintieron el peso de los paquetes de regalos a los pies de la cama, la emoción hizo que se levantaran de inmediato a abrirlos, encontrando juguetes de todo tipo: soldados de plomo, muñecas de loza, peluches de felpa y trompos. Pero un juguete en particular llamó la atención de los niños: una extraña cocinera de madera con forma de huevo y pintada. Sin embargo, su cara de madera, pintada también, enmarcada por un sombrero de capota, tenía una expresión triste, con lágrimas en los ojos. La expresión triste del juguete provocó en los niños un noble sentimiento de compasión, y decidieron llamarla Otina.
En el desayuno, a todos les pareció extraña la expresión del juguete. Con la mirada, los adultos se preguntaban quién había tenido el poco tino de regalar algo así, pero nadie se dio por aludido, a excepción de la abuela de la familia, que con buen disimulo escondió una maliciosa sonrisa e hizo un gesto a los niños para que se acercaran a ella.
―Niños, imagino que sabrán que esta tarde antes de irnos a la quinta, pasaremos al orfanato de las monjas de la Divina Providencia, y me gustaría pedirles algo, ya que han recibido abundantes regalos en estas pascuas: que regalen una parte de ellos a los niños huérfanos… Y no pongan esa cara, si pueden conmoverse por un juguete de rostro triste, de seguro lo harán por los niños de la Divina Providencia, que me temo no han recibido regalos.
La gran influencia que tenía la abuela en ellos y la realidad que les hacía ver dejó a los niños sin opciones y tras el desayuno armaron un canasto con juguetes para regalar.
Esa tarde, la familia fue desde la calle Catedral hasta el oriente de la capital en un gran faetón tirado por dos caballos. En el convento de las monjas, mientras los adultos arreglaban con la superiora la entrega de donativos, los niños jugaban con sus nuevos amigos que estaban fascinados con sus nuevos juguetes.
Cuando iban saliendo los niños se sentían extasiados y llenos de felicidad, por tener nuevos amigos, y por haber sido, en parte, responsables de la felicidad de los niños del orfanato. Mientras caminaban de vuelta al faetón, la abuela los observaba muy atenta por detrás y haciendo como que señalaba algo con su bastón de ébano, golpeó suavemente la mano de su nieta, que llevaba empuñada a Otina, cayendo el juguete al suelo de piedras.
“¡Ay, lo siento querida! Qué vieja más torpe soy”- dijo la abuela con un dejo socarrón, sin dejar de avanzar al faetón.
Otina estaba tirada en el suelo, su cuerpo en forma de huevo estaba partido en dos y su cabeza estaba tirada varios pasos más allá. Los niños boquiabiertos no podían creer lo que veían, y rompieron de inmediato en sollozos convulsos. Sin embargo, cuando se hincaron en el piso para recoger los pedazos de Otina, descubrieron algo sorprendente: no estaba rota, solo se habían separado sus partes y su interior albergaba a otra cabeza, una con rostro sonriente.
Rápidamente sorprendidos, todos se agacharon y rearmaron el juguete, pero esta vez la cabeza con rostro feliz era la que lucía sobre el redondo cuerpo de madera.
La abuela desde el coche miraba complacida la escena. Había cumplido su propósito…
Otina, nombre de fantasía que le dieron sus originales dueños, es un juguete que tiene su origen en Europa, aunque se desconoce de qué nación específicamente. Por sus características morfológicas podría considerarse proveniente de Inglaterra -probablemente por el sombrero de capota-, Alemania, Austria o Suiza. Su data es anterior a la Gran Guerra (1914). Es de madera pintada y representa a una cocinera. Su forma es semejante a la de un huevo. El cuerpo está seccionado en dos piezas y su interior es hueco, donde se almacena una de las dos cabezas intercambiables que posee (una feliz y la otra triste).