Nota

El eterno retorno del DeLorean

por Eduardo de Gortari
Autor del poemario Código Konami (Literal, 2015) y la novela Los suburbios (Cuneta, 2015)

Podría quedarme aquí para siempre
Shinji en Evangelion

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Desde que la ciencia se volvió la hija ingrata y sobresaliente de la filosofía, muchos se han empeñado en creer que la superstición es una práctica arrinconada que se nutre por partes iguales de los ignorantes y de los nostálgicos. Sin embargo, basta observar una breve conversación sobre achaques y remedios comunes para admitir que la superstición aún tiene sistemas eficaces para obtener protagonismo: todos hemos presenciado a alguien que explica sus padecimientos con más fervor que con datos, dotando a los microbios (o peor aún: los electrolitos) de características más bien propias del éter cuasi mitológico cuya existencia Einstein descartó hace un siglo.

La superstición tiene un bastión granítico en la distancia que yace entre el conocimiento de un hecho y su explicación. Algunos teólogos han bautizado este fenómeno como “el Dios de los vacíos”: la comprobación de la existencia de un ser supremo, para algunos, yace justo en los rincones de la realidad que la ciencia aún no ha conquistado. Los defensores de dicha teoría, claro está, se refieren a vacíos de gran envergadura ajenos a los electrolitos y los microbios: ¿cómo se formó la materia?, ¿cómo se originó la vida? Para algunos, en esa clase de preguntas es donde puede reconocerse claramente la autoría de un Dios que mueve los hilos como un ignorado titiritero: acuden a una paradoja redentora: Dios es visible justo en los sitios donde sus mecanismos permanecen ocultos.

Dichos espacios, que la ciencia puede incluso conocer a profundidad pero que ignoran las personas comunes, no son únicamente reductos indispensables para supersticiosos: también son espuelas para la fabulación: los científicos explican la belleza de un problema resolviéndolo; los escritores, en cambio, se sirven del mismo problema para formular otros. La urgencia de los escritores por narrar complicaciones, en las mejores veces, ha anticipado el reconocimiento y resolución del mismo problema científico: Verne siempre será el ejemplo indiscutible para examinar cómo la imaginación literaria puede adelantarse a la imaginación científica, de la misma forma en que William Gibson acuñó el término ciberespacio en Neuromante mucho antes de que cualquiera de nosotros tuviera conexión a Internet.

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Así como la exploración de la Luna fue por largo rato monopolio exclusivo de la literatura, el viaje en el tiempo es el fascinante problema que la ciencia puede explicar con fórmulas pero que sólo puede resolverse en manos de fabuladores. Hoy mismo vivimos una fecha única: la llegada de Marty McFly desde Volver al futuro II. Como dijo Stephen Hawking, el viaje en el tiempo no se comprobará hasta que llegue el primer emisario del futuro. Hoy, sin embargo, esperamos un visitante del pasado. La pasión que ha despertado el suceso no es menor: cuando vimos Volver al futuro II por primera vez, durante hora y media, paradójicamente, lo último que esperábamos era que en efecto sucediera el único hecho irrebatible de la película: tarde o temprano, llegaría el 21 de octubre del 2015.

Robert Zemeckis ha tenido a bien aclarar en más de una ocasión una obviedad: ninguna película futurista espera cumplir sus vaticinios: al igual que algunos que compran billetes de lotería, aquellos que se dedican a imaginar futuros se regocijan en las posibilidades inmediatas, no en la efectiva ejecución posterior: para muchos es de tal importancia atesorar el billete de lotería justo en el momento que se compra, que en no pocos casos el ganador del premio gordo ha declarado haber perdido el billete bendecido por el azar. Desde H.G. Wells la consigna vital de las tramas futuristas ha sido más o menos evidente e inamovible: el futuro sirve para hablar del presente, no para cumplirse.

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Sin embargo, ¿qué pasa cuando el futuro sucede tal cual estaba previsto? Aunque por fortuna nadie viste hoy como en Volver al futuro II, gozamos de algunas tecnologías caseras que en los ochenta pertenecían al ámbito de la especulación desenfrenada: las videoconferencias de la película son el máximo ejemplo de cómo la imaginación acaso rige el inconsciente colectivo al grado de conseguir que sus dictados se confundan con los más supersticiosos vaticinios.

En ese sentido Volver al futuro II nos otorgó una nostalgia por el porvenir que era perfectamente válida cuando fue estrenada, en un mundo donde aún campeaban los ya débiles alarmismos que provocó la Guerra Fría: más que ignorar cómo sería el 2015, aún estábamos ligeramente convencidos de que podía ser mucho peor de lo que ha sido. El futuro que Robert Zemeckis nos propuso no era precisamente esperanzador, pero al menos era habitable.

Pero ni la nostalgia del porvenir ni los vaticinios aparentemente cumplidos explican por completo la fascinación que provocó y sigue provocando Volver al futuro: más que una película de ciencia ficción, la trilogía es una saga familiar sobre los hechos que rigen una vida. McFly presencia cómo se conocen sus padres, contempla su propia vejez y, por fortuna, actúa en consecuencia: modifica el futuro. Volver al futuro ofrece, más allá de la tecnología inexistente que sustenta el desplazamiento temporal, una reconfortante ilusión de control y conocimiento sobre nuestro propio devenir.

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De la misma forma en que las tramas de Chrono Trigger o Zelda: Ocarina of Time dependen de artefactos específicos para el traslado en el tiempo, en Volver al futuro el DeLorean es el objeto sobre el que se depositan anhelos que rozan la superstición pero son posibles (dentro de la película) gracias a la ciencia. En primer lugar, el automóvil, máximo símbolo de la industria del siglo XX recobra con el DeLorean un protagonismo inusitado, dentro y fuera de la pantalla: no sólo nuestras ciudades están diseñadas para recorrerse en automóviles, la adolescencia de muchos se cifra en ese tránsito en que la habilidad de conducir un vehículo automotor se convierte en un signo incontrovertible de madurez. Este pequeño hecho, dañino hacia el medio ambiente pero virtualmente inofensivo, tiene su oscuro gemelo en el coche como símbolo casi exclusivo de reconocimiento en la escala social, como bien lo advirtió Cortázar en “La autopista del sur”. Volver al futuro no sólo vislumbró nuevos matices en la importancia sociocultural del automóvil; también cristalizó en el DeLorean el cumplimiento absoluto de una promesa y, al mismo tiempo, una amenaza: tal cual lo anunciaron sus inventores, el vehículo automotor sería la llave para el progreso o, al menos, la llave para acceder al futuro.

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Las cualidades científicas del DeLorean lo catalogan como la más lograda culminación de los rasgos propios del automóvil: el mejor coche de la historia no es el que sólo te lleva a cualquier parte en un tiempo determinado, sino aquel que te lleva desde cualquier parte hacia cualquier tiempo que determines: las cualidades arquetípicas del automóvil en el DeLorean se transforman en indudables atributos místicos.

Al final del día, los que rotulan las advertencias en los espejos del automóvil saben que, en esencia y por principio, se trata de una literal máquina del tiempo: al transportarnos hacia en el espacio a gran velocidad nos transporta, también, en fracciones imperceptibles, hacia el futuro. Este mayúsculo atributo que se mide en las fracciones más minúsculas discernibles cobra notoriedad en los viajes espaciales: los astronautas, al orbitar a miles de kilómetros por hora alrededor de la Tierra viajan (de nuevo) literalmente en el tiempo. Serguéi Krikaliov, famoso por ser el último ciudadano de la URSS (al habitar en la estación espacial MIR mientras su país se disolvía), ostenta dos récords de prodigio: el primero, ser la persona que más tiempo ha pasado en el espacio; el segundo, ser la persona que más ha viajado en el tiempo: tras acumular 803 días más allá de la línea de Kármán, desplazándose a 27.359 kilómetros por hora, viajó aproximadamente 20 milisegundos directo hacia el futuro. Por supuesto, todas estas cifras se empequeñecen ante las escasas 88 millas por hora que requiere el DeLorean para adelantar los calendarios y no, como en el caso de Krikaliov, inquietar apenas los segunderos.

El mundo del futuro (que bien puede ser hoy mismo) podrá prescindir de supersticiones pero no de mitologías. Así como el coche es un mito indiscutible, el viaje en el tiempo es un hueco científico que el arte ha llenado de fabulaciones. Así como los autores del Retorno de los brujos (libro sagrado de la primera oleada del new age) sugerían que Fulcanelli contribuyó a la invención de la bomba atómica, la idea de desplazarse a través de las centurias, con apenas pisar un acelerador, es un remanso de magia posible para los gustan de contar historias. Así somos los humanos: cuando pecamos de ignorancia entre el conocimiento de un hecho y su explicación, acudimos a supersticiones maquilladas con datos seudocientíficos; en cambio, cuando tendemos un puente sólido entre el hecho y la explicación, creamos mitos valederos. En ese puente imaginado transita el DeLorean. ¿Puede que un día alguien reconozca en Zemeckis o Wells a los precursores de una tecnología por invertarse? A estas alturas, menos volver al 20 de octubre, casi todo parece posible.

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Del otro lado de la pantalla estamos nosotros, los que sí o sí viajamos en el tiempo de forma irreversible e involuntaria. En el prólogo de Un lento aprendizaje, Thomas Pynchon advierte que el fervor que provoca la ciencia ficción está íntimamente ligado al hecho de que, en las historias, cuando las leyes de la física se alteran y el personaje es capaz de trasladarse a su antojo por el continuo del espacio tiempo, ser mortal apenas alcanza la categoría de problema. Nosotros que no tenemos más que adecuarnos al tiempo en lugar de deformarlo, sólo podemos acogernos a máximas como la que yace en un verso de Jorge Fernández Granados: “Escribo en el tiempo lo que el tiempo escribe en mí”.

Contra todo, no llegamos al futuro, volvimos a él por nuestros propios y mundanos medios. Si se piensa un momento, venimos de una época, el siglo XX, donde asumimos que todo estaba perdido: aquellos que nacen en pleno siglo XXI ignoran por completo que muchos pensadores del siglo pasado vieron en la bomba atómica y la Guerra Fría una evidente e inevitable cancelación de cualquier porvenir habitable. Aquellos, los que ignoran que esto que vivimos hoy no debería estar ocurriendo, son el auténtico regreso. Nosotros volvimos al futuro; ellos, en cambio, sólo nacieron en él.