por Loreto Casanueva
Editora de CECLI
«Some are dead and some are living/
In my life I love them all»
(«In my life», The Beatles)
Desde la Baja Edad Media, en especial tras la gran peste negra de mediados del siglo XIV, que acabó con la vida de un tercio de la población europea, la concepción de la muerte cambiaría profundamente en comparación al periodo anterior. En Morir en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días, Philippe Ariès explica que a la visión domesticada de la muerte en la Alta Edad Media, le seguiría una signada por el temor colectivo a morir y por la preocupación respecto de la vida ultraterrena, dada la experiencia epidémica. Por eso se buscaba la salvación del alma antes de que la muerte fuera inminente, a través de la confesión y el testamento, así como también la gloria del difunto que había sido virtuoso, mediante ostentosos mausoleos. En ese contexto, hombres y mujeres no solo se hicieron aun más conscientes de su condición de mortales, sino también se ocuparon de representar alegóricamente a la muerte con mayúscula mediante diversas expresiones literarias, como las «Danzas de la Muerte», diálogos dramatizados cuyo personaje principal es la Muerte esquelética, que inspirarían una serie de grabados, murales y miniaturas -incluso un alfabeto de Hans Holbein, de 1520- o el Everyman, moralidad inglesa del siglo XV, en la que la Muerte, mensajera divina, convoca a Cadacual a emprender su último peregrinaje. Este tono ante la existencia actualizó la tópica del memento mori (‘recuerda que eres mortal’) y del omnia mors aequat (‘la muerte iguala todas las cosas’), tamizándose letánicamente en epitafios, obras dramáticas y colecciones poéticas como Carmina Burana (especialmente vinculada a la Fortuna) o las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique.
A partir del siglo XVI, la Muerte comenzó a representarse a través de otras manifestaciones de la cultura, más allá de la plástica y la literatura: la joyería. Bajo esta nueva textura, esqueletos, calaveras y ataúdes, inscritos en las superficies de anillos, pendientes, broches y brazaletes- o metamorfoseados en relojes-, se alzaban como recordatorios de la efímera y vana existencia.
Este reloj de bolsillo es uno de los tantos ejemplares que se volvieron trendy en la Europa renacentista: el reloj memento mori. Una calavera tallada en plata funcionaba como su carcasa. La metáfora de la ineludibilidad de la muerte se dramatiza con el compás del reloj, así como también con el lema grabado en el cráneo «vita fugitur /aesterna respice/ caduca despice / incertita hora«: «Se fuga la vida/ mira hacia lo eterno/ lo transitorio desprecia:/ incierta es la hora final» (1). El tópico del tiempo que se fuga en alianza con el del desprecio al mundo, bajo la forma de un memento mori.
Las cuentas de este rosario son sorprendentes. Un rápido giro de la pulsera muestra las dos caras de la vida humana, giro rápido dictado por el tempus fugit. No es casual que sea un rosario: la joya recuerda la condición mortal, y también propone a la fe cristiana como vía para la salvación.
Alrededor del siglo XVII, piezas de orfebrería como estas, que invocaban a la Muerte como una experiencia universal, integrarían nuevos elementos y simbolismos, que las convertirían en pequeños memoriales de difuntos queridos, con nombre y apellido. Es la llamada «joyería de luto», que tuvo su apogeo en las épocas georgiana y victoriana. Se cree que esta práctica nació tras la ejecución del rey Carlos I de Inglaterra, en 1649: sus fieles seguidores comenzaron a usar, a veces secretamente, miniaturas de su retrato y relicarios con su cabello. A mediados del siglo XVII, ciertos nobles y burgueses no solo preparaban sus testamentos antes de morir, ¡sino también mandaban a confeccionar anillos alusivos a sí mismos, que pudieran ser obsequiados a sus amigos y parientes durante sus funerales! «In memory of» fue, por esos tiempos, la frase más labrada sobre relicarios y pendientes, seguida del nombre del fallecido.
Piedras y metales preciosos son las materias primas primeras de las joyas de luto, pero hay una más que convierte a estas piezas en verdaderas reliquias: el cabello del difunto. Mientras el metal y la piedra cautelan la permanencia del recuerdo, el cabello hace presente al fallecido, a modo de sinécdoque. “El cabello es al mismo tiempo el más delicado y duradero de nuestros materiales y nos sobrevive, como el amor. Es tan liviano, tan suave que se escapa de la idea de la muerte» (2), afirma la revista Godey’s Lady’s Book, en 1860, publicación que consideraba como modelo a seguir a la reina Victoria de Inglaterra.
A principios del siglo XIX, la joyería hecha con cabello humano se institucionalizó en Inglaterra, bajo el alero de la Reina Victoria, a través de artistas como Antoni Forrer, que tejían la fibra capilar de un modo similar al del encaje. La época victoriana es célebre por haber cultivado una especial sensibilidad hacia el amor y la amistad, que se traducía en el lenguaje de las gemas y en el de las joyas. El estricto luto que observó la reina tras la muerte de su esposo, el príncipe Alberto, en 1861, fue discretamente ornamentado con accesorios que lo conmemoraban -y que fueron también usados por la corte y por el pueblo. En esta litografía, la reina viuda lleva un collar con pendiente de corazón que, según Charlotte Gere, era un relicario que conservaba una mechón de su esposo, que él le había regalado probablemente cuando eran novios. Sin duda, Victoria popularizó el uso de la joyería de luto.
Ya desde la época georgiana, el cromatismo asociado a la muerte y el luto se diversifica en caso de que quien falleciera fuera un niño, niña, soltero o soltera, para quienes el color de tributo no era ya el negro, sino el blanco. La simbología macabra del esqueleto se sutiliza, abriendo paso a símbolos más delicados y emotivos, que se estilizarían más aún con el estilo victoriano, tales como el sauce, cuyas hojas mustias establecen una analogía con la postura del que llora, o el barco y la ancla, que simbolizan el viaje sin regreso del que ha muerto y la espera/esperanza de los deudos, respectivamente. ¡Los destellos dorados de ese anillo corresponden al cabello del difunto, el que ha sido finamente superpuesto a la imagen!

Anillo de oro con pintura en sepia de sauce y urna. Inscripción: «Not lost, but gone forever», c. 1760-1810.

Anillo de oro, con pintura en sepia y cabello humano, fines del siglo XVIII.
Un último ejemplo de joyería de luto es este precioso broche metálico, en cuyo centro hay una trama confeccionada con pelo de una persona fallecida. En tiempos donde la fotografía no existe o aún no se masifica, el cabello es un recuerdo que dura y perdura bello e intacto. Probablemente, hacia fines del siglo XIX, broches como este ya no enmarcarían juegos artísticos capilares, sino más bien fotos del difunto.
Mientras que la joyería renacentista, enraizada en una rica tradición medieval, recuerda con tono macabro que somos mortales, la joyería georgiana y, especialmente, victoriana, conmemora a quienes ya partieron, a través de pequeños monumentos portátiles. Ellos ya no están, pero dejan lo que queda, las reliquias, aquello que estuvo en contacto con su ser más íntimo y genuino, y que en el presente contacta con la piel nuestra, pulsándola con su recuerdo.
Bibliografía
Ariès, Philippe: Morir en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007.
Gere, Charlotte: «Love and art: Queen Victoria’s personal jewellery». Royal Collection: https://www.royalcollection.org.uk/sites/default/files/V%20and%20A%20Art%20and%20Love%20(Gere).pdf
Luthi, Ann Louise: Sentimental Jewellery. Oxford: Shire Publications, 1998.
Volo, Dorothy Denneen y James M. Volo: Daily Life in Civil War America. ABC-CLIO, 2009.
(1) Gracias a Pablo González por su preciosa traducción.
(2) ctd en Volo, 338.