Nota

Vitrina de miniaturas. Notas sobre más cosas lindas e inútiles

por Marisol García
Ensayista y licenciada en Letras
UNAM

Para mi mamá, a modo de regalo

And there will no doubt generally be the case that in our well furnished rooms, equipped with every conceivable confort, there will be no place for what is really precious because there is no room for utensils. Chairs and clothes, locks and rugs, swords and planes can all be precious. And the true secret of their value is the sobriety, the austerity, of the living space they inhabit. It means that they do not simply occupy, visibly, the same space they belong in, but have the scope to perform a variety of unforeseen functions which enables them to surprise us anew.
Walter Benjamin

Uno de los presupuestos sobre los que se basa el libro de Miguel Tamen, Friends of Interpretable Objects, es que algo -un objeto, para ser más precisos- adquiere la capacidad de ser descrito e interpretado sólo en el contexto de una “sociedad de amigos”, una verdadera cofradía de personas que se agrupan en torno a estos objetos y que les atribuye intenciones, disposiciones e incluso -a veces- la capacidad de hablar (Tamen 2001, 1).

Mi madre guarda en su armario una pequeña vitrina de forma hexagonal, con paredes de transparentes y fondo de espejo. Ahí está el conjunto de objetos que empezó a coleccionar cuando era niña y que hoy son las únicas pertenencias que conserva de la época de su infancia. Un burrito de palma,

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una llave,

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un elefante de marfil del tamaño de una uña,

img_65024 un juego de armas miniatura,

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las cartitas que le escribía mi abuelo y que le enviaba de México a Irlanda en sobres de tamaño normal,

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entre otras muchas cosas que, para mí y para mi hermana, han adquirido el estatuto de tesoros.

Durante un tiempo, en mi adolescencia, consideré que era imposible llamar “amigos” a los miembros de la familia cercana. Creía que este nombre estaba reservado para las personas con las que uno entabla relaciones en la vida que, en su momento, uno juzga más profundas y más verdaderas.

Ahora que mi madre me enseña su caja de miniaturas, me doy cuenta de que pertenecer a una “sociedad de amigos” va más allá de las reglas estrictas de la convivencia: es, más bien, como pertenecer a una familia donde ciertos códigos son inteligibles para sus miembros, lo cual, dicho sea de paso, no es muy distinto de lo que ocurre al interior de las comunidades de estudio entre cuyos miembros se gestan los códigos de una tradición, una amistad intelectual.

La vitrina de las cosas pequeñas de mi madre, llena de objetos triviales, se convierte en un vínculo específico que tiende lazos entre nosotras. De los objetos de mi madre heredo sentimientos y modos afectivos: la abro y con sólo sacar las miniaturas me vuelvo consciente de que mis manos tocan lo que las manos de niña de mi madre tocaron en la década de los sesenta. La cajita se convierte en una especie de enlace entre mi presente y mi pasado y, aún más, en una bisagra donde convergen los dos árboles que sostienen mi escritura: el de la teoría, por un lado y, por otro, el de la vida.

Pulgas vestidas

Francis Ponge, al hablar sobre el jabón, aconsejaba que “puesto que para empezar siempre hay que romper algo, aunque sea el silencio, rompamos, arruguemos y arrojemos a la papelera cualquier nota o borrador impreso con el mal gusto ordinario de la envoltura del objeto… Tomémosle completamente desnudo” (Ponge 1977, 7). Pero este primer objeto que extraigo de las profundidades de la vitrina me llama la atención por justamente lo contrario.

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La tradición de vestir pulgas nació a principios del siglo XX en México. Hechas a mano por mujeres artesanas —se dice que las primeras fueron monjas—, la técnica ha llenado de una curiosidad que raya en el horror tanto a coleccionistas como a aficionados: después de que las pulgas eran recolectadas —quién sabe por qué medios—, se bañaban en alcohol con el fin de acelerar su muerte. Después se les aplicaba una capa de esmalte para que se conservaran brillantes. Sólo se usaba la cabeza, que se fijaba a un cuerpecito hecho con hojas de la planta del ixtle y que se pintaba a mano con un movimiento que hacía del pelo humano o de conejo el pincel perfecto para decorar al pequeño personaje. Las pulgas vestidas, finalmente, eran montadas en una cajita de cartón que medía menos de un centímetro. Ataviadas como novio y novia el día de su boda o como bailarines españoles y toreros, pese a haber sido muy populares a principios de siglo, las pulgas vestidas empezaron a escasear a partir de los años sesenta, cuando dejaron de usarse pulgas reales. Poco a poco, el interés por ellas fue disminuyendo hasta desaparecer. Ahora sobreviven pocos ejemplares en colecciones privadas y públicas, como la que se encuentra en el Museo del Chopo.

No sé cómo llegaron a la vitrina de mi madre, pero sé que toda colección es, en cierto modo, un archivo que revela un estado de apariencia de las cosas. La colección, como el museo, nos hace partícipes de una ficción: la de que se puede conformar un todo mediante un conjunto de objetos heterogéneos, o, lo que es decir lo mismo, que éstos crean la ilusión de un sentido de pertenencia a algo más grande: los objetos no significan en aislado, sino de un modo relacional a través de las redes de asociaciones que entablan entre ellos. “The fiction is that a repeated metonymic displacement of fragment for totality, object to label, series of objects to series of labels, can still produce a representation” (Eugenio Donato cit. Crimp 1993, 55). Para introducirse a la vitrina, para pasar a formar parte de la colección, los objetos deben seguir la regla impuesta por las pulgas vestidas: ser mínimas representaciones de objetos del mundo real.

Lo que permanece

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Hasta el día de hoy todavía pueden conseguirse en los tianguis y mercados las réplicas miniatura de los utensilios propios de la cocina mexicana: la escobeta, el molcajete, el recogedor y la coladera, normalmente hechos de los mismos materiales con los que se fabrican sus correlatos de tamaño real. La línea que se traza entre la artesanía y la obra de arte, entre el juguete y el objeto perteneciente a una colección no es recta, sino que está llena de saltos abruptos.

En la cajita de mi madre predominan los materiales como el barro, la madera, el hueso y el metal, pero también asoman los colores brillantes del plástico, el material que le dio forma a la industria del juguete en los años 60. Comparados con los de las épocas anteriores —que, como apunta Walter Benjamin, proceden de la esfera de la industria doméstica (la muñeca de paja, el caballito de madera, la resortera de corcho)— los juguetes que pasaron por las manos de mi madre fueron fabricados para satisfacer un interés específico: el del consumo. A la generación de niños que nace después de las dos guerras mundiales le toca disfrutar de una paz sin precedentes que permite que, aunque el conflicto bélico no esté del todo ausente, sí esté, por lo menos, allá lejos: en Vietnam, en China, en África.

Los juguetes siguen manteniendo el paradigma: a los niños les gusta jugar a la guerra y a las niñas les gusta jugar a la familia. Pero sus soldados y sus hornitos ya no son de plomo. Pronto los fabricantes entrarán en la competencia para insertar componentes eléctricos de cualquier modo, porque, si un juguete es “electrónico”, es un juguete nuevo, mejor que el anterior. En unos años más, incluso el plástico será reemplazado en los juguetes de niños al entrar en la época digital. De esto, me pregunto, ¿qué tendré para enseñarle a alguien en un futuro? ¿Qué me sobrevivirá?

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Pepita de oro

La anécdota es esta: a cambio de algún favor, alguien le regala a mi abuelo una pepita de oro. Mi abuelo siempre está haciendo cosas con las manos. Es de esas personas que tiene un talento innato para reparar lo que está roto, para restaurar los puentes inestables entre circuitos eléctricos y hacer que una calculadora vuelva a funcionar o a moldear desde cero en su torno la herramienta que necesita para componer una cámara o una cafetera.Con un sentido del humor inmejorable, mi abuelo funde la pepita de oro y esculpe una pepita de calabaza que pasó a formar parte de la colección de cosas pequeñas que guarda mi mamá.

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Mi abuelo se murió un día antes de que yo cumpliera 16 años.

Su muerte dejó un hueco enorme en el interior de mi familia, un agujero que tomó las dimensiones reales de su partida, a la cual —creo—todavía no nos hemos conseguido reponer. Recuerdo que con su muerte sobrevino en mí un cuestionamiento profundo sobre qué iba a pasar con sus cosas: con su ropa, con sus zapatos, con su dentadura postiza que se quedó, amarilleando, en un vaso en la repisa del baño. Qué iba a pasar con su taller, que ocupaba un cuarto entero dentro de la casa y cuyas paredes estaban tapizadas por botes de leche en polvo que tenían adheridas etiquetas de papel: resortes, pólvora, tornillos, lápices, tuercas, trapos, piedras, fusibles, roscas, barrenos, limas, tijeras, gubias.

Cuando una persona muere y sus efectos personales se reparten dos cosas se hacen obvias: la primera es que, a partir de este momento, los objetos personales se singularizan. Nunca más una pluma sólo vuelve ser sólo una pluma, sino que se convierte para siempre en su pluma. Nunca más es un cepillo de dientes común y corriente, sino que es su cepillo de dientes.

La otra, íntimamente relacionada, es una cuestión en la que entran en juego dos tipos distintos de valor: ¿qué es lo valioso que un muerto deja detrás de sí? ¿Qué es lo que vale la pena conservar? Entre amigos es necesario que uno quede a deberle al otro. Siempre se termina aceptando un regalo o pagando una cuenta de más. Porque los objetos que se regalan —o se heredan— tienen contenidos espirituales además de económicos, son personales y recíprocos, dependen de las relaciones que se gestan en el tiempo y que se alejan de las abstracciones que presupone el intercambio de dinero para optar por el mundo de lo concreto. Los objetos son, en cierto modo, un pasado que no ha terminado de pasar. Como asegura Lucas Introna, “Sugieren prácticas, valores, creencias —son expresiones materiales de cultura (humana). […] en la medida en que los fabricamos y usamos se convierten en delegados que pueden hablar por nosotros, cuando no estemos ahí para hablar […]. Están ciertamente al servicio de nuestras necesidades, pero también, en la medida en que los objetos perduran, están al servicio de nuestra memoria imperdurable” (Introna, 5).

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Bibliografía

Benjamin, Walter. 2012. Desembalo mi biblioteca: el arte de coleccionar. Ed. de José J. de Olañeta. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta.

Cockerill, Tim. s/f. «Mexican Dressed Fleas» en Tim Cockerill.

Crimp, Douglas, y Louise Lawler. 1993. On the museum’s ruins. Cambridge, Mass: MIT Press.

Introna, Lucas. 2014. «Ethics and flesh: being touched by the otherness of things» en Ruin memories: materiality, aesthetics and the archaeology of the recent past. Bjørnar Olsen y and Þóra Pétursdóttir, eds. London, New York : Routledge/Taylor & Francis Group.

Leslie, Esther, and Ursula Marx. 2007. Walter Benjamin’s Archive: images, texts, signs. London: Verso.

«Licha». 2010. «Pulgas vestidas» en Matitataller.

Philips, Paul. 2013. «Toys in the 1960s» en Retrowaste.

Ponge, Francis. 1977. El jabón. Valencia: Pretextos.

Tamen, Miguel. 2001. Friends of interpretable objects. Cambridge, Mass: Harvard University Press