por Loreto Casanueva
Editora de CECLI
La semana pasada, en un cine cercano al Museo de Bellas Artes, vi Pickpocket de Robert Bresson, una película de 1956 en la que Michel, un joven que parece sacado de una novela de Albert Camus, se entrena para ser un experto en llevarse a sus bolsillos lo que está dentro de los ajenos. Delicados trucos, que parecen más bien coreografías dactilares, se suceden, revelándonos la maestría del aspirante a ladrón. Un libro lo orienta: The Prince of Pickpockets, un estudio acerca de las técnicas del más célebre carterista del siglo XVIII londinense, George Barrington. Entre sus artimañas, figuran anzuelos para robar con rapidez, sigilo y elegancia. No me parece casual que solo cinco días antes me haya encontrado en un café con el escritor chileno Gonzalo Maier para conversar sobre su última obra, El libro de los bolsillos, mientras nos tomábamos una limonada.

Ilustración de The Prince of Pickpockets de Richard Lambert. National Portrait Gallery.
Su libro es una encantadora antología de 35 cuentos que publicó la editorial Minúscula el año pasado en Barcelona, y que se organiza como un catálogo de objetos cotidianos, eminentemente portátiles, que encuentran un hábitat cómodo en los bolsillos. Cada objeto titula un cuento: «Peineta», «Memoria USB» y «Boletas», por ejemplo. Pero también hay cuentos como «Nada» o «Argollas», que tratan sobre lo que no se guarda o lo que no debiera guardarse dentro de un bolsillo. Es, en palabras de Gonzalo, un ejercicio literario infraordinario y material, de intrusear e inventariar bolsillos, que bien pueden ser los suyos, los del(los) narrador(es) o los míos. El bolsillo, afortunadamente, es un objeto cultural transversal, que hoy está presente (y permanente, porque fue desmontable durante siglos) en la indumentaria de hombres y mujeres, de ricos y pobres, pero que hace no muchos años era una marca de género, clase y época. Por ejemplo, en el cuento «Gameboy», el narrador hace una afirmación alucinante: «El bolsillo, de un momento a otro, pasó a ser una medida de modernidad. Lo que se podía llevar dentro de él tenía futuro».
¿Cómo concebiste El libro de los bolsillos? ¿En qué pensaste primero: en objetos portátiles o en contenedores? Porque tu libro se centra mucho más en el contenido que en el contenedor.
Tenía ganas de hacer un catálogo, una especie de gabinete de naturalezas o curiosidades, cuando me topé con el epígrafe de G. K. Chesterton que está al comienzo del libro –“Una vez empecé a escribir un libro de poemas que trataba solamente de las cosas que encontré en mi bolsillo. Pero iba a ser demasiado largo y los poemas épicos están pasados de moda”– y ahí la cosa tomó sentido. Me gustaba la idea de escribir ese poema o de usar esa misma estructura. El libro de los bolsillos es un libro sobre bolsillos, pero al mismo tiempo es muy tramposo porque va colando un montón de cosas caprichosas. Hay un texto en particular que se llama “Esperanza” que no tiene nada que ver con los bolsillos en un sentido estricto, pero funciona como una ironía porque a fin de cuentas apunta a cosas que uno anda acarreando para todos lados por más que no vayan dentro de los bolsillos. Quiero decir: buscaba una estructura capaz de ir juntando y sosteniendo varios textos independientes. Al final creo que mi libro es un libro sobre la subjetividad de los objetos y de los contenedores, un libro que se pregunta qué es un bolsillo, qué es lo portátil, por qué uno se apega a ciertos objetos, cómo ciertas cosas determinan algunas etapas de la vida…
Como en “Mentitas”, donde el narrador declara que “la infancia termina cuando uno se echa a la boca la primera pastilla de menta”…
Claro, los objetos se cargan de sentido. Da igual lo irrelevantes que sean. Yo todavía tengo llaves de casas en las que ya no vivo hace muchos años, pero no las logro botar, las tengo medio guardadas, son objetos completamente inútiles, pero en este caso marcan una continuidad. Cada objeto, imagino, supone una serie de historias subjetivas y hasta ocultas. El collar que tú llevas ahora mismo, por ejemplo, no lo puedo medir emotivamente. No sé si es importante para ti, si es tu favorito, si te lo pones en ocasiones especiales, si te lo regaló una amiga antes de morir. En ese sentido, El libro de los bolsillos no es un libro sobre bolsillos, sino sobre la subjetividad de las cosas que van dentro de ellos.

Gonzalo Maier
Ingenuamente, cuando vi por primera vez la portada de tu libro, pensé que se trataba de un recorrido por la historia cultural de los bolsillos, un tema que a mí me fascina. Cuando me lo regalaron para la Navidad me di cuenta de que era una antología de cuentos. Al terminar de leerlo, sentí que mi primera intuición no estaba tan errada: el libro refiere a muchos datos históricos, artísticos e incluso científicos, como en el cuento “Argollas”, donde el narrador habla de la bacteria Enterobacter cloacae, que vive sigilosa bajo los anillos de matrimonio, o en “Condones”, donde se cuenta la historia de este objeto. ¿Esas referencias son reales o más bien lúdicas? Sea como sea, le dan un tono ensayístico al libro, muy atractivo.
Son todas ciertas. Puede que me haya equivocado en alguna –en general, me equivoco mucho–, pero son ciertas: la historia del condón es cierta, la referencia a la bacteria de la argolla también. No hay una intención de inventar referencias y sí tiene un tono ensayístico que me gusta mucho. Me alegra además que lo hayan comentado como libro de ensayos, como un conjunto de crónicas, como un libro híbrido, como un libro de cuentos y creo que hasta de microcuentos. Claro que esa última etiqueta me pone algo nervioso, pero lo que quería decir es que no pretendía hacer una historia cultural de los bolsillos, sino la historia personal de mis bolsillos. Es un inventario personal y, en un sentido, todo inventario tiene cierta pretensión de objetividad (intenta medir, enumerar, censar). La idea de escribir la historia personal de mis bolsillos –o de los bolsillos de un narrador– es cuestionar qué es lo que cabe en un bolsillo y, al mismo tiempo, poner el acento en que una argolla no es solo una argolla, que un condón no es solo un condón, que también existe la relación que uno tiene con esos objetos. Ahí es donde se empieza a mezclar lo narrativo y lo ensayístico, me parece. Ese es otro tema que me interesa mucho, qué es el ensayo. Creo que en Chile se piensa el ensayo solo desde el texto académico. Escritores como Roberto Merino o Neil Davidson muchas veces escriben ensayos y a esos textos se los sigue leyendo como crónicas, y bajo esa definición, George Orwell no sería el gran ensayista inglés, sino un cronista. O el mismo Hazlitt. O Charles Lamb. Me gusta mucho el área gris del ensayo a la inglesa: que a ratos coquetea con el cuento, con la narrativa, que de pronto toma una vertiente subjetiva y luego vuelve a datos concretos, y así.
Entonces tu libro no solo tiene que ver con bolsillos sino con la historia de ciertos objetos. Por ejemplo, el narrador de “Llaves” afirma que el auge de ellas se da con la Revolución Industrial, y en “Argollas” que los anillos de matrimonio se empiezan a difundir en el siglo XII europeo.
A mí me gustan muchos los detalles. Si escribo sobre algo, por lo general me pongo a investigar. Narrativamente creo que funciona bien, en el caso de este libro, pone en perspectiva varios objetos y sus historias.
Me parece que Georges Perec fantasmea directa o tangencialmente en esta antología, a partir de tu interés en lo que alojan los bolsillos, en la posibilidad de inventariar lo portátil, en “lo infraordinario”. ¿Es así? ¿Crees que ese estilo medio perequiano genera un contrapunto con la objetividad que a veces asume la narración?
Creo que este es un libro sobre lo infraordinario, evidentemente. No me lo había preguntado nadie. Es como cuando tú me decías que al comienzo pensaste que era un libro sobre la historia de los bolsillos, y yo diría que sí, pero infraordinaria. Es eso, es la vocación por la pequeñez de los bolsillos, y la pequeñez de la Historia. Cuando el narrador nombra a Napoleón, no es el general que gana batallas y pretende marchar hasta Moscú, sino un tipo que “terminó haciendo de su chaqueta un gran y misterioso bolsillo”: su valor en el libro es precisamente llevar una mano en el bolsillo. En ese sentido, el Napoleón del libro es un Napoleón infraordinario. Lo mismo pasa con la historia de las argollas o en “Servilletas”, donde la cultura japonesa queda reducida a un par de objetos. A mí me parece que el libro tiene un ánimo naturalista, en particular pienso en esos naturalistas que creaban sus gabinetes de curiosidades, que iban guardando ahí sus chiches, que juntaban ovejas de dos cabezas, una orquídea negra que nadie había visto nunca…

Jacques Louis David (1812). Napoleón en su estudio. Washington. National Gallery.
Me acordé de un pasaje de Walter Benjamin en el que se refiere a los niños que arman pequeños juguetes con astillas mientras sus papás compran madera, que buscan la belleza microscópica y residual de la que hablas tú.
El libro de los bolsillos tiene mucho de eso, creo que invita a mirar las cosas de nuevo o a fijarse en pequeñeces que resultan muy significativas. En mi libro Material rodante, por ejemplo, hay cazadores de plantas. Ahí se narra la historia, que también parece falsa, pero que es completamente cierta, de cómo llega la araucaria a Europa. Tiene que ver con un grupo de millonarios que en los siglos XVIII y XIX tenían sus gabinetes de curiosidades y mandaban a unos cazadores de plantas a dar la vuelta al mundo robando plantas raras, árboles enteros… un delirio hermoso. Me interesa mucho el coleccionista, el gabineteador de curiosidades, ese momento en que la ciencia no se terminaba de formar. Además, me parece muy contemporáneo. En una primera instancia es una figura súper vieja, pero que toma ribetes contemporáneos con el pastiche, con Google, con la cultura del remix, con Evernote, con ir tomando pantallazos de páginas, guardando PDFs. El disco duro de cada uno es como un gabinete de curiosidades. Al menos yo tengo carpetas donde voy juntando cosas, no sé muy bien para qué, pero creo que pueden servir. Además la estructura de las carpetas, en Mac o Windows, es medio científica, tiene categorías y subcategorías y uno las puede ir extendiendo al infinito.
¿Dejaste fuera de El libro de los bolsillos algún texto?
Sí, varios quedaron fuera, claro que el del lápiz fue el más grave, hasta me provocó problemas filosóficos. El lápiz es, por excelencia, lo que puede guardarse en un bolsillo. Y además mi libro está muy en tensión con lo literario, entonces el lápiz caía de cajón. O la goma de borrar, no sé, artículos de escritorio en general. Traté de salvar muchas veces ese texto, pero no pude, no me gustó como se resolvía. Había también un texto sobre un hámster, pero podría haber trabajado el libro al infinito, durante diez años, con mil páginas. Pero soy militante del libro breve, me interesaba que El libro de los bolsillos fuera un libro breve, de bolsillo.
Además de Perec, ¿qué otras lecturas ensayísticas o narrativas te inspiraron para crear este libro?
No sé si me inspiraron, pero creo que dialoga también con Catálogo de juguetes de Sandra Petrignani, con Pequeño mundo ilustrado, de María Negroni, y con varios otros que se me escapan. De un modo más o menos indirecto creo que también dialoga con textos de Joe Brainard, de Perec, de Benjamin, autores que me gustan mucho.
Parece haber en la actualidad un pulso narrativo universal que tiende a admirar los objetos cotidianos, y a realzarlos en la acción, destacando en especial su potencial emotivo. ¿A qué crees que se debe este pulso? Pienso en Orhan Pamuk, su “doble” Museo de la Inocencia (su novela y el museo real que nace de ella) y el manifiesto de su museo, donde tensiona la historia con mayúscula, la épica, con las pequeñas historias; el museo con mayúscula con las casas. Como en “Plomo”, donde el narrador dice: “mis bolsillos son anecdóticos y no tienen una gota de épica”.
En el colmo de las tendencias, Karl Ove Knausgård dijo hace poco que estaba escribiendo un libro sobre cosas u objetos, textos breves sobre lo que tenía en su escritorio. En general, al menos en América Latina, creo que hace sentido con el revival de Benjamin, pero no sé muy bien por qué. Supongo que la atención hacia la minucia es también la atención hacia la materialidad. Son dos ejercicios paralelos, que podrían terminar en una escolástica de la materialidad. De paso, creo que el de recién no es un mal resumen de El libro de los bolsillos. Sospecho que la respuesta es súper compleja, pero el mercado debe ser clave. Vivimos en una época en donde hay más cosas que nunca. El mundo está lleno de cosas, más que en cualquier otro momento y de todo tipo, y antes siempre hubo muy pocas. La comida era limitada, los cubiertos a los que cualquiera podía acceder, las manillas de las puertas, la ropa, los libros. Tampoco me parece una coincidencia que a Benjamin, tan consciente del capitalismo y del siglo XX, se haya interesado por el coleccionismo. Además, ya el mundo está catalogado casi por completo, hay poco por descubrir. Quiero decir: el universo grande ya no existe, a estas alturas se agranda a través de lo pequeño, mirando los detalles, enfocando el microscopio, centrándose en lo cotidiano, en los misterios de lo que tienes a mano. Ya no se aspira a grandes épicas –la política parece momentáneamente muerta– y supongo que la fascinación por los objetos tiene que ver con eso.

Un gabinete del Museum of Innocence, Estambul. Orhan Pamuk, autor de la novela homónina, es además el fundador de este museo ficcional.
¿Atesoras algún objeto en particular? ¿Tienes alguna colección?
Es súper fome la respuesta: no soy coleccionista. Me he cambiado mucho de casa y mi política, a estas alturas, es franciscana, solo boto cosas. No colecciono nada, ni siquiera libros. Los tengo ahí, pero los presto y se van. Cuando chico tenía insectarios, me gustaban mucho y era muy cruel. Tenía unas cajas de madera con plumavit donde iba clavando mariposas y escarabajos. Alguna vez traté de hacer un hormiguero. Tenía cajas de zapatos con alacranes y arañas pollito, incluso.
Cuando pienso en bolsillos los imagino como navajas suizas, como los châtelaines del siglo XIX -que se me figuran bolsillos dados vuelta-, como un microcosmos. En Paniko ya te lo preguntaron: ¿qué llevas en tus bolsillos ahora?
Tengo dos veces la misma llave de la bici. Esta es claramente la que uso, que está oxidada, la otra la guardé sin darme cuenta, creo. También tengo las llaves de casa y de la oficina. Tengo el teléfono. Y mi billetera, que va con cadena desde hace un par de años, porque se me ha perdido muchas veces, como todo un anti-coleccionista. Adentro, está la tarjeta Bip!, otras tarjetas, boletas de tiempos inmemoriales, del 2015… Basura, básicamente.

Châtelaine, 1880. Collectors Weekly.
Hace algún tiempo leí un artículo en Racked, “The Politics of Pockets”, en el que se declara que una de las grandes brechas de género es el bolsillo porque se incorporó tardíamente a la indumentaria femenina. De hecho, Christian Dior decía, en 1964, que “los hombres tienen bolsillos para guardar cosas; las mujeres, de adorno”. A fines del siglo XIX, junto con el sufragio, las mujeres proclamaron el derecho de tener bolsillos, como símbolo cívico y emancipatorio. Recuerdo ahora el cuento “Manos”: “ [los bolsillos] nunca fueron un elemento de moda sino de trabajo. La civilización hoy sería impensable sin los miles de millones de bolsillos que acarrearon llaves, alicates, balas y semillas”. ¿Crees que los bolsillos son políticos?
Lo leí e incluso creo que salió la misma semana en que llegó mi libro a Chile. Es súper claro el discurso político, sí, por ejemplo, está la imagen paradigmática del hombre que sale a trabajar con terno, que tiene varios bolsillos, o el overol, que también está lleno de ellos, mientras que el bolsillo paradigmático de la mujer está en el delantal de cocina. En ese sentido, el bolsillo es claramente el síntoma de un problema de género. La ropa es política. Cuando Pedro Lemebel se pone los tacos altos, eso es política, pero en el sentido de Jacques Rancière: está irrumpiendo en la realidad y obliga a tomar una posición. Se puede militar con la ropa, sí, y los bolsillos también son parte de eso. La mujer sale a trabajar, está ganando poder, ahora tiene más bolsillos.

Mujeres con vestidos con bolsilos, 1926. Davis/Getty.
Termina la entrevista. Con Gonzalo, descubrimos que somos colegas de la misma universidad, pero de diferente sede. Seguimos hablando de gabinetes de curiosidades y pensamos en los bolsillos como la versión contemporánea de los mismos. Nos despedimos, me voy agradecida. En el camino, reviso mi libreta y algunas recomendaciones bibliográficas que me dio Gonzalo. La libreta la saqué de mi gran bolso negro, estampado con el perfil de Nefertiti. Mi vestido sesentero no tiene bolsillos.