por Loreto Casanueva
Editora de CECLI
- Jean-Honoré Fragonard (1778). El cerrojo. Museo del Louvre
Una cuestión de umbrales
«El amor, en suma, es siempre una cuestión de umbrales» (83), declara Michelle Perrot, en su exquisita Historia de las alcobas. A partir de ejemplos sociológicos, literarios y pictóricos, lo explica y lo grafica. Amar es, por lo tanto, rodear y cruzar un umbral. «Cruza el amor por el puente» cantaba Gustavo Cerati. Es cruzar físicamente una calle, un parque, una ciudad o un océano para encontrarse con quien se ama, pero es también escribir cartas que se sellarán con cautela y que el destinatario abrirá con ansiedad, es besarse bajo un árbol, es franquear clandestinamente la puerta de un amor oculto, es esconder la identidad propia o la del otro, es «abrir el corazón» y «entregar la llave del corazón», como si este órgano fuera un cofre de carne. Cruzar esos umbrales de los que habla Perrot es abrir, cerrar y encontrar, verbos que desde la Antigüedad se han vinculado a objetos específicos: una cortina, un velo, una llave y un cerrojo, un candado, una carta.
Amar entre velos, amar entre cuatro paredes
Compartir una cama y un dormitorio con el ser amado es una invención moderna. Durante la Edad Media, era común que varios miembros de una comunidad durmieran en un mismo lecho y en una misma habitación, por lo que el baldaquín -una estructura de cortinas que rodeaba algunas camas- protegía a quienes deseaban amarse, ocultándose de las miradas voyeristas, aunque no siempre con éxito. Los célebres infieles de esta época, Tristán e Isolda, compartía habitación en el castillo del Rey Marco, pero la ilegalidad de su deseo y la presencia de los delatores los empujó a buscar una choza alejada de la corte para poder encontrarse. También lo hicieron Abelardo y Eloísa: mientras estudiaban, se amaban a oscuras. El castillo medieval, núcleo de la moral cristiana, proporcionaba un espacio privado para la procreación -considerando ése el objetivo de la reclusión de los esposos en una misma pieza-, aunque no para dormir juntos. Mientras, el amor libre encontraba un escenario desprovisto de paredes y normas en el jardín o en el bosque.

«L’amour charnel», Livre des propriétés des choses, c. 1410?, Français 9141, f. 171v, Biblioteca Nacional de Francia.
Hacia el siglo XII y, en especial, durante el Renacimiento, se revoluciona la arquitectura doméstica y se enaltece la intimidad: nace el dormitorio conyugal, un espacio cerrado que valoriza la privacidad y el placer, y que en Occidente pervive, afortunadamente, con fuerza.
Cuando admiro las miniaturas medievales que retratan aposentos, los baldaquines se me figuran como los velos de un templo o los de una novia. Algo sagrado se oculta provisoriamente a los ojos de los otros. Recuerdo un texto de Adam Vázquez, publicado aquí mismo: «Retirarse el velo tiene un valor simbólico claramente codificado en la celebración de un matrimonio. El velo se convierte en un himen que está reservado sólo para un hombre dentro de la más conservadora tradición del amor. En las bodas el “ya puede besar a la novia” está precedido del acto locutivo: “los declaro marido y mujer”. A partir de que el cura pronuncia esa oración, los individuos están unidos en matrimonio, es entonces que el varón retira el velo del rostro de la dama (ahora ya tiene derecho) y la besa: el beso es aquí una sublimación del acto sexual: en vez de los mundanos genitales, participan los órganos que nos dan la dignidad de seres pensantes: la cabeza, los ojos, la lengua. Así, el beso se convierte en el sexo del lenguaje». Descorrer la cortina del baldaquín es hacerse parte de un ritual privado; descorrer el velo de la novia es el primer paso para el encuentro erótico.
Llaves, cerraduras y cofres
El velo que se abre y se cierra simpatiza con cofres y armarios. La cerradura de estas piezas de mobiliario han metaforizado desde tiempos inmemoriales el cuerpo femenino -por su impronta contenedora- y también el corazón, como afirma Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos. Según Gaston Bachelard, «el espacio interior del armario es un espacio de intimidad, un espacio que no se abre a cualquiera» (83). Lo mismo pasa con el cuerpo humano como umbral hacia el alma. «You know the door to my very soul», versa una canción veraniega de los Bee Gees. Para entrar a ese espacio privado y exclusivo, quien ama necesita una llave especial que encaje con la cerradura del ser amado. «Tú tienes la llave de mi corazón» es una frase que se canta una y otra vez en la música popular. En la Edad Media, los amantes adinerados solían regalarse cofres, tal vez para alegorizar su deseo. Este es un bello ejemplar de la cultura material amorosa del siglo XIV.

Cofre, marfil y cobre, c. 1330-1350, Francia. Museum of Art of Toledo, Ohio.
En esta miniatura del siglo XV, un hombre intenta abrir el cofre que porta una mujer. Desde un punto de vista sentimental, la metáfora visual puede aludir a ese entrar al alma del otro, que se consolida al hacer el amor. Sin embargo, Malcolm Jones, un generosísimo medievalista inglés ya retirado de la academia -que comparte sus joyas iconográficas en su Pinterest-, atisba otro doble sentido: «his key is too small for her lock». La metáfora de la apertura y del cierre fue famosa también a partir del mítico cinturón de castidad, que buscaba blindar el cuerpo femenino, transformándolo en una propiedad del hombre.

c.1470, colección privada. Pinterest de Malcolm Jones.
Ese doble sentido se refuerza si miramos algunos versos del famoso poema «Farai un vers de dreit nien» de Guilhem de Peitieu, trovador medieval: «Ya he hecho el poema sobre nada; lo enviaré a aquel que por medio de otro la transmitirá a Peitieu, para que mi dama me envíe la contrallave de su estuche».
¿Cuál es el estuche de la dama? ¿Por qué hay más de una llave, es decir, una contrallave? Según Aurora Juárez, aquí está presente el motivo del cofre cerrado y el triángulo amoroso tradicional del «amor cortés»: «el dueño del arca debe también ser el poseedor de la llave o medio para cerrarla, mientras que el que posee la contrallave es necesariamente quien accede ilegalmente a su interior para así disfrutar de su contenido» (671). La dama está casada, por lo tanto, su estuche está cerrado: el hablante lírico reclama para sí la llave alternativa para poder abrirlo.
Este motivo sintoniza con el tópico del secreto de amor. Ante un amor ilícito, los amantes suelen encontrarse a escondidas, cuentan con la ayuda de confidentes e inventan apodos para ocultar sus identidades, del mismo modo en que Catulo o Propercio lo hicieron con sus amadas en el siglo I a.C. Ya lo prescribía Andrés el Capellán, el ideólogo amoroso del siglo XII: «Todos los amantes deben mantener en secreto su amor . . . Si utilizan cartas para comunicarse entre sí, que se abstengan de escribir en ellas sus nombres. En estas cartas, nunca deben poner su sello, a menos que tengan uno que solo conozcan ellos mismos y su confidente» (ctd en Markale 37). Es lindo pensar que un sello como este, donde se retrata una pareja, pudo ser el que lacraba sus secretas cartas de amor. El sello es como un candado de cera.

Sello medieval, c. 1200-1300. Inscripción en francés: «Baisez moi ene bone foy» [«Bésame de buena fe»]. Pinterest de Malcolm Jones.
Love locks, love lockets
¿Qué tienen en común el amor con los candados? Entre amor y candados existe la misma relación de apertura, entrega, fidelidad, compromiso y propiedad que ya conversamos. Y creo que también se vinculan con la lógica del diario de vida, donde escribimos nuestros pensamientos amorosos, para luego cerrarlo con un pequeño y vulnerable candado. Hay quienes dicen que los candados cerrados fortalecen y aseguran el romance, tanto por su función fundamental como por su materialidad metálica, y es por eso que hoy en día se cuelgan en puentes a lo largo de todo el mundo. Pero esta tradición ya tiene muchos detractores. En París, existe el colectivo No love locks, cuyo eslogan reza: «Free your love. Save our bridges». Según ellos, «los candados son para las jaulas. El amor debe ser libre». Así, el candado nos ofrece una nueva doble arista: prisión/libertad. Hace algunos años, contemplé los ahora desaparecidos candados de amor del Pont des Arts de París.

Pont des Arts, julio 2014. Fotografía de Loreto Casanueva.
Con especial fuerza durante la época victoriana, los amantes intercambian regalos «meta-amorosos», es decir, obsequios alusivos al amor, y no necesariamente objetos que respondan a los gustos personales del destinatario. Es lo que pasa en nuestra época, en particular en San Valentín: peluches, chocolates, ropa interior y cuanta cosa esté adornada con corazones o sea de color rojo. En la Edad Media, era común regalarse padlocks, candados pequeños que se colgaban al cuello y que contenían inscripciones amorosas. Este padlock es especialmente elocuente porque el compromiso no solo se refuerza con el candado mismo, sino también con la frase que lleva grabada: «no me arrepentiré».

Padlock, siglo XV. Inscripción en francés: «cauns repentir» [«no me arrepentiré»]. Pinterest de Malcolm Jones.
Por su parte, los love lockets son relicarios que suelen ser un regalo amoroso o amistoso. En ellos, se transfiere la imagen del remitente a través de, por ejemplo, su retrato en miniatura, o una parte de su cuerpo, como un mechón de cabello. Para enfatizar el gesto de amor, estos objetos suelen tener forma de corazón. La Reina Victoria llevó toda su vida, día y noche, según señala en su diario personal, un love locket que contenía pelo de su esposo Alberto. Así, Victoria llevaba a Alberto literalmente prendado a su corazón, incluso más allá de la muerte.

Franz Xaver Winterhalter (1843), Queen Victoria, Royal Collection.
Mensajería secreta
Los candados sirvieron también para enviar mensajes encriptados. Bajo la técnica de la orfebrería acróstica, que se transformó en una tendencia durante el siglo XIX, las piedras preciosas articulaban y escondían un mensaje de amor a partir de las iniciales de sus nombres. Eran parte de un alfabeto resplandeciente. Este candado con forma de corazón y con llave contiene la palabra “REGARD” (‘recuerdo’, ‘saludo’, ‘respeto’, ‘amor’), formada a través de las gemas Ruby, Emerald, Garnet, Amethyst, Ruby y Diamond, que circundan la cerradura.

Candado acróstico de oro y piedras preciosas, 1840, Inglaterra.
La época victoriana, rica en códigos sentimentales, como el lenguaje de los abanicos o de las flores -la acacia amarilla simboliza el amor secreto-, fue la cuna de las primeras tarjetas de San Valentín. Esta tarjeta es en especial bella y mágica, y fue confeccionada bajo la técnica del cobweb: a simple vista, contiene una telaraña de papel, pero al levantar la circunferencia, se despliega una primera imagen -una mujer con alas de mariposa-, y luego una segunda -una mujer sentada con un hombre que porta un locket.

Siglo XIX, Inglaterra, The Metropolitan Museum of Art, New York.

La flor del amor secreto: acacia amarilla.
Hay cartas que se guardan en bolsillos, escotes y mangas. Pero hay también otro tipo de mensajes que se ocultan en la ropa interior. Es lo que ocurría con los busks, piezas desmontables que ayudaban a afirmar los corsets. Durante el siglo XIX (me temo que es el siglo más ingenioso y prolífico de cultura material amorosa), los marineros regalaban a sus novias o esposas busks tallados en mandíbula de ballena, que contenían símbolos como iglesias -planes de matrimonio-, ramos de trigo -abundancia-, casas -seguridad y comodidad-, y estrellas -la mujer que el marino deja en tierra, pero que lo guiará de vuelta a casa. La amada llevaba en sus prendas de vestir más íntimas las promesas de amor, las prendas de amor. Tal vez no haya que ocultar el amor ante nadie, pero la fantasía de compartir un secreto de dos es vertiginosa.

Busks, siglo XIX. Collectors Weekly.
Los umbrales del amor se protegen a punta de velos, seudónimos, candados, lacres y cartas secretas. Se cruzan gracias a llaves y contraseñas. Amar es un negotium, decía Ovidio, pues es pasar noches en vela, es soportar el frío y el calor, es (pre)ocuparse. Pero cuando el umbral se cruza se extiende un tesoro dulce e infinito.
Bibliografía
Aguila, Irene. «Imaginería erótica en la poesía de los trovadores». Estudios de Lengua y Literatura Francesas, nº 6, 1992, 11-24.
Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela, 2011.
Juárez, Aurora.»‘Estui’, ‘maeta’, ‘cofre’: Su alusividad en las literaturas románicas». Estudios Románicos, nº 4, 1987-1989, 665-675.
Markale, Jean. El amor cortés o la pareja infernal. Barcelona: Medievalia, 1998.
Perrot, Michele. Historia de las alcobas. México: Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, 2011.