por Marisol García Walls
Licenciada en Letras Hispánicas y ensayista
UNAM

La doble entrada a la taquería La Linterna y al taller de don Ernesto Manjarrez
En mi memoria atesoro el recuerdo de la primera vez que entré al taller del señor Ernesto Manjarrez Casas. Era un martes por la tarde. Pregunté por él y un niño me condujo al interior de La Linterna, una taquería pequeña, pero frecuentada por numerosos habitantes del sur de la Ciudad de México.
Fue hace cuatro o cinco años. Recuerdo sentir un calor alegre: la mezcla de emociones que sólo me provocan ciertas actividades, como el fisgoneo, el saberme una intrusa en lugares prohibidos, la apertura de ciertos libros. Crucé la taquería y pasé por una cocina pulcra. Subí una escalera disimulada por una puerta y finalmente di con una estancia amplia, con ventanales que invitaban a la calle a pasar hacia adentro o por lo menos su luz.
Ahí, en el segundo piso de La Linterna, el señor Manjarrez ejercía el oficio que ha realizado durante toda una vida: la reparación de máquinas de escribir.
***
Hay un texto de Vilém Flusser que empieza así: “Los días en que los atlas eran libros debieron haber sido hermosos”, dice el narrador, explorando desde un futuro hipotético la forma del atlas como si éste hubiera desaparecido o como hubiera cambiado tanto que su nueva forma fuera irreconocible. El narrador del cuento (¿o a caso es más bien un ensayo?) cuenta sobre la primera vez que vio un atlas en el escritorio de su abuelo.
En el tiempo que ha transcurrido desde mi primera visita al taller, en la que compré una máquina Royal que conservo hasta ahora, el señor Manjarrez se ha jubilado, aunque sigue reparando máquinas en su tiempo libre. Sólo que ahora el taller se ha trasladado a su casa en el Ajusco.
Pienso que los días en los que las máquinas de escribir eran artefactos mecánicos y no eléctricos también debieron haber sido hermosos: el repicar de las campanas cuando se terminaba un renglón, el murmullo de las teclas al ser presionadas convertido en una clave rítmica para el escritor. Quizás el día en que tengamos que explicarle a las nuevas generaciones lo que era una máquina de escribir no es tan lejano.
Observo su semblante serio: el señor Manjarrez tiene 76 años, casi 50 de los cuales se ha dedicado a su oficio. Cuando le pido que me cuente sobre sus inicios me confiesa que, en gran parte, todo empezó porque sus padres no tenían dinero para patrocinar los estudios que requiere un profesionista. A cambio de eso, su padre se dedicó a conseguirle un oficio redituable.
—Hay una historia bien bonita conmigo— me dice el señor Manjarrez—. Mi padre no supo ni leer ni escribir. Él se dedicó a ser ruletero[1]. Sus padres eran profesores y todo, pero él no. Él decía: “Yo fui mala cabeza y no les hice caso”. Se dedicó a una vida muy liberal.
Me cuenta el técnico jubilado que sus padres tuvieron ocho hijos hombres y una sola mujer. —Ninguno de mis hermanos tuvo oficio: fueron a la fábrica, fueron obreros de 300 pesos a la semana toda la vida. Ahí se murieron. Mi padre me dijo: “Yo no quiero que seas como tus hermanos”. Yo tenía como veinte cuando mi padre estaba de chofer con un patrón que tenía una compañía de máquinas de escribir.
—¿De ahí salió la conexión con los artículos de oficina? —pregunto cautelosa.
—Sí —me responde.
Mientras nosotros hablamos, su hija trabaja en la cocina y su nieto, sentado frente a nosotros, escucha con atención.
—Es una historia que hasta yo me pongo triste—, continúa. —Mi hermano era un poco más grande que yo. Era vidriero. A mi hermano lo sacaron de vidriero porque mi padre decía: “Es muy peligroso trabajar en los edificios, cambiando vidrios. Un día te vas a caer y te vas a matar. Mejor, ¿sabes qué? Te voy a meter a la compañía donde estoy trabajando, donde los dueños tienen máquinas de escribir”.
El señor Manjarrez hace una pausa para tomar agua.
—Mire lo que es la vida—, me dice. —Mi hermano estuvo dos años en la compañía y no le gustó la carrera. Entonces mi padre le dijo al dueño: “¿Sabe qué? A mi hijo éste no le entra el oficio de ser maquinista”. O bueno, de ser técnico de máquinas de escribir. “No le entra la cosa. ¿Le puedo traer a otro hijo?”.
Nos reímos todos. El señor Manjarrez tiene una habilidad sorprendente para contar historias. A pesar de su semblante serio sabe cómo distribuir las pausas, administrar los silencios e introducir otras voces. Sabe cómo y cuándo ser gracioso, cómo y cuando generar suspenso. Cuenta que su hermano se salió de la compañía y pronto empezó un nuevo empleo en la Secretaría del Trabajo, en un puesto que le había conseguido su esposa. Estamos en la década de los ochenta.

Antiguo edificio de la Secretaría del Trabajo

Fachada del edificio antiguo de la Secretaría del Trabajo
—¿Sabe qué pasó? —pregunta haciendo una pausa para terminar de comer—. En el año 85 fue el temblor; se vino abajo el edificio y él quedó sepultado.[2] Yo tenía mi teléfono y todo. Recuerdo que sonó y era mi mamá. Me dijo: “Oye, ve a ver a tu hermano”. Usted sabe. Yo agarré una motito que estaba aquí y me fui hasta Vertiz. Parecía una revolución. Como si todo lo habían derribado a puro bombazo. Llegué allá y vi el edificio. Vi varillas, el cemento, todo el edificio como un acordeón, de esos de música. Le dije a mi mamá: “Tú nos enseñaste a ser muy sinceros. Me vas a perdonar. Pero creo que mi hermano no se salvó”.
Durante cinco días, el señor Manjarrez fue al edificio para ver si su hermano se encontraba dentro de los supervivientes que eran rescatados a cuentagotas.
—Al sexto día me llevaron a un campo de futbol donde había un montón de muertitos, miles de muertos colgados así. Montón de muertos que habían sacado de todas partes y yo viendo las caras. Revisé a todos. Ya por último me dijeron que había unos refrigeradores, con gavetas que se abrían y te enseñaban al difunto. Al décimo, vi a mi hermano. Me preguntaron si lo conocía. Claro que lo conocía: era mi consentido y yo era su hermano ideal.

Ruinas del Hotel Regis tras el sismo
Por estas fechas, el señor Manjarrez ya había reemplazado a su hermano en la compañía de reparación de máquinas y artículos de oficina del señor Payró, que tenía sede en la calle de Palma, en el centro. Tenía más o menos veinte años cuando se certificó: empezó ganando entre $200 y $300 pesos a la semana, que después aumentarían y le permitirían ganar lo suficiente para hacer su propia casa y mantener a su familia. Duró cerca de veinte años más con el señor Payró, arreglando IBMs, Olympias, todas las marcas que entonces se utilizaban.
De pronto, la hija del señor Manjarrez lo interrumpe y dice en voz alta:
—Cuéntale cómo te independizaste, papá.
Como enviado de la compañía, el señor Manjarrez iba y venía por toda la ciudad comisionado a vender máquinas. Luego fue contratado por el gobierno. Hago un movimiento con la cabeza. Sé que en México, hasta hace poco, muchas de las dependencias gubernamentales, sobre todo ministerios públicos y algunos hospitales, todavía usaban máquinas de escribir para llenar formularios oficiales.
—En todos los lugares yo anduve —me cuenta. —En el sur, en el oriente, en el norte. En los reclusorios. Yo me metí ahí a ver a los presos, cómo convivían. Me mandaban como si fuera yo imaginativo. Arreglaba las máquinas de las secretarias, ahí delante de algunos presos, como el Chapo. Yo llevaba mi herramienta, mi portafolio, mi traje…
—De joven, Tata era muy guapo— dice su hija sonriendo.
Vuelvo a mirar al señor Manjarrez, para quien todavía tengo una pregunta: en estos tiempos en los que todo el mundo tiene una computadora y una impresora en casa, un café internet a la vuelta de la esquina, ¿cómo es posible sobrevivir reparando máquinas de escribir?
—Me especializo en lo que ha quedado, en lo antiguo, por decir. A veces me traen una que otra máquina, pero no es seguro que tenga trabajo.
—¿Quiénes son sus clientes ahora? ¿Podría hablarme un poco más sobre ellos?
Su hija y su nieto se ríen e intervienen a la par. Me cuentan que son sobre todo jóvenes. Pasantes de medicina. Niños que van a la escuela a aprender.
—Los chavitos a los que les piden una máquina para aprender a escribir—, dice mi entrevistado. —Para que después se muevan a la computadora.
Le pregunto por las piezas con las que trabaja. ¿Qué pasa cuando ya no se fabrican las refacciones? ¿Qué se hace en estos casos?
—Todo consigo. Voy al centro. Tengo a mis amigos. Les digo: “Oye, Ismael, necesito esta refacción”. Ellos tienen todo. Tienen como un cementerio de máquinas de escribir y yo las miro y les digo: “Mira, es como ésta”. Y ahí nomás bajo la máquina, saco la pieza, y me piden como cuarenta pesos por ella.
—Debe ser un conocimiento muy específico — respondo.
—Eso sale de los años en que me dediqué a todas las marcas. Otros técnicos que se dedicaron sólo a una marca no saben arreglar las demás. Son como los coches.
Pienso en el cuento de Flússer sobre los atlas. Le pregunto que si es el último reparador de máquinas de escribir y me dice que no. Quedan todavía unos diez en el centro. Le digo que si no le da tristeza pensar en la obsolescencia del objeto al que dedicó tantos años de su vida. Como respuesta, toma una libreta y me enseña que, intercaladas entre sus actividades semanales, se encuentra la tarea de reparar una que otra máquina. Pone sus iniciales en cada trabajo que entrega. Así se cerciora de que está dándole el mejor servicio a sus clientes: en su libreta registra la compostura de unas cien máquinas todavía.
—Mire —me dice antes de que me levante y me vaya a casa, cruzando la Unidad Independencia. —Yo le estoy platicando mi historia. Uno no sabe si va a amanecer mañana, estoy preparado para todo. No le tengo temor a la muerte. Estuve preparándome quince años bíblicamente. Fui un árbol bien verde que dio buenos frutos. Y sigo fuerte.

La máquina Royal que le compré hace 4 años al señor Manjarrez
[1] “Taxista”, en el habla popular de la Ciudad de México.
[2] En México se conmemora el jueves 19 de septiembre porque en este día, en 1985, ocurrió un sismo que alcanzó los 8.1 grados en la escala de Richter. Pese a la magnitud del terremoto los habitantes de la Ciudad de México continúan refiriéndose a él como “el temblor”. El sismo y sus réplicas destruyeron gran parte del centro de la ciudad y tuvieron un alto número de víctimas mortales, en parte porque a las siete de la mañana, la hora en la que azotó el sismo en la ciudad, muchas personas se encontraban todavía en casa, durmiendo, o llegado a escuelas y oficinas.