por M.
Coleccionista de marfil

Niño Jesús con manzana en la mano. Colección privada.
Barcelona, 1999, Dos Niños Jesús.
Dispuesta a encontrar una pieza que atrapara mi curiosidad, iba caminando con la ilusión de la juventud y de aprovechar el tiempo en el encuentro de algo bello. A todas estas divagaciones, aparecieron los dos Niños Jesús. Estaban de pie, en un aparador de un anticuario, cuyo dueño no presentaba mayor interés en vender nada. Parecía que le preocupaba más un partido de fútbol entre dos equipos locales que atender a los clientes. Para qué preguntar, me decía, si estaba a punto de perder su equipo favorito y su decepción crecía por momentos. Su amigo, con quien compartía las emociones del juego en compañía de una cerveza helada en mitad del calor de agosto en Barcelona, iba por el equipo contrario. La algarabía era intensa; las posiciones, opuestas y el dinero en mitad de la mesa pasaba de mano en mano en la incertidumbre de quién sería el afortunado que terminara con el jugoso motín.
En un momento de pausa, me atreví a preguntar sobre las piezas. Se trataba de dos Niños filipinos, de pie, con una bola del mundo en su mano izquierda y una muy fina cruz de plata incrustrada en ella. Tenían el cabello rizado, característico de la época y del estilo de los grabados barrocos. Llamaba la atención la blancura del material que contrastaba con el oscuro de sus bucles y con el rojo de los labios, que según cuentan, eran las monjas quienes, en sus ratos de ocio, les decoraban sus facciones y algunas partes de las vestimentas. Hay una anécdota jocosa que cuenta que las monjas, por recato, solían mocharle el pene al Niño para no distraer sus pensamientos y caer en tentaciones carnales. Es por ello que muchas de las piezas de marfil que representan al Niño Jesús carecen de dicho miembro.
Cuando le pregunté sobre el origen de los Niños, el anticuario se sorpendió.
—Vienen de una prestante familia que quiso venderlos, llevan varios días en el aparador y por alguna razón nadie ha tenido curiosidad de saber sobre ellos. ¿De dónde es usted? —preguntó—. Porque ese acento puede ser mexicano o colombiano. Por su conocimiento sobre las piezas puede que sea mexicana, ya que México fue un centro muy importante de intercambio de mercancías entre Occidente y Oriente y hubo gran pedido de figuras de marfil. Eran muy apetecidas tanto por la Iglesia, como por la familia del Virrey o por personalidades de alcurnia de la época. El Galeón de Manila transportaba las piezas desde Filipinas, donde eran esculpidas, hasta México. Generalmente eran los “sangleyes”, los chinos residentes en Filipinas, los que realizaban estas esculturas. Pero bueno, la verdad es que que debo regresar a mi partido de fútbol, puesto que tengo una apuesta con mi amigo y el juego está a punto de terminar —replicó el anticuario—. Aún tengo esperanzas de que gane mi equipo favorito. Si usted me excusa, la dejo para que continúe explorando la tienda.
Fue la experiencia de observar a este par de Niños lo que me permitió entender que la fuerza que les imprime el artesano a ellas se convierte en aquel secreto que lleva cada una en su silencio. ¿Qué es lo que estas piezas tienen que seducen y jalan los hilos del corazón? Sí, ellas tienen la habilidad de cantar y susurrar los misterios de lo desconocido. Son ellas las que saben los pensamientos más recónditos del que las forja, del que pasa horas esculpiendo con su buril cada pliegue del manto, cada facción de la cara, el fulgurante esplendor del oro bruñido en el vestido de la virgen o en la capa del San José con botas.

Niño Jesús hispano-filipino, siglo XVIII. Imagen: Sotheby’s.
¿Qué será lo que atrae de ellas? ¿Por qué, a través de tantos siglos, persiste el atractivo de poseerlas, de tener una más, de mantener su compañía y escuchar su historia? Me imagino el taller del artesano cuando llega el misionero a encargarle la pieza, cuyo modelo es la estampa traída de las tierras de occidente. Lo veo inquieto, pensativo, preparándose para crear la pieza que con tanto esmero le ha sido encargada. ¿Cómo surge la vida de un pedazo de material que está sin pulir, sin limpiar, pero que lo invita a esculpir lo que ve y a sacar de su propia riqueza interior la existencia que tanto le pide la misma pieza? ¿Habrá tensión? ¿Existirán dudas de qué hacer, cómo llevar a cabo su tarea con éxito y cómo complacer al que se la encargó?
Estas preguntas me proporcionan elementos para entender y aclarar de dónde viene mi pasión por los marfiles, no únicamente por la pieza en sí y su belleza, sino lo que me lleva a meterme dentro de un contexto histórico y humano. No hay duda que estos Niños hispano-filipinos me remontaron al mundo barroco, a las Islas Filipinas con un grupo de chinos viviendo en ellas, atraídos por el comercio y por copiar con gran precisión y finura la escultura que les daría no sólo prestigio, sino una situación económica más holgada. Comprender al artesano, de dónde viene, quién era y cómo llegó a elaborar su obra.
Será entonces, me pregunto, que este arrebato, entusiasmo, predilección, ese amor y deseo por ellas, se transforma en una pasión por poseerlas y coleccionarlas. El coleccionista añora el pasado y constantemente está en búsqueda de ese pretérito que ya pasó pero que le intriga y lo llena de inquietudes. «Demente es el hombre que está siempre apretando los dientes contra ese bloque de granito, sólido e inmutable, del pasado», dice Valeria Luiselli. Así pues, lo entrañable por encontrar la valiosa pieza nos remonta a un pasado y, a la vez, nos despierta un impulso interior que lleva a la posesión y al gozo de tenerlas.

Niño Jesús sobre peana elaborada con unas cruz en la mano. Colección privada.