por Ricardo Martínez
Académico en Facultad de Literatura creativa
Universidad Diego Portales
Hace poco más de un año tuve la suerte de realizar una pasantía doctoral en Barcelona. Una tarde estaba tomándome un café y una clara (cerveza con limón, la versión española/catalana del fanschop, aunque harto menos deliciosa) en un local muy mono en la Plaça de Sant Cugat, y cuando emprendí el regreso a casa los vi en un mostrador de una tienda que daba a la calle. Se trataba de unos anillos como estos:

Los anillos de mi madre. Fuente: Etsy
Desde que era niño he sentido una adoración por las formas, colores y texturas como justamente, las de la bisutería de esta foto. Recuerdo que cuando mis padres fueron a Europa a fines de los setentas mi mamá se trajo un juego de anillos muy parecidos a los de la imagen. Recuerdo el comedor de diario de Vecinal, la calle donde crecí en ese terreno extraño que es el límite de Providencia con Las Condes, y aquellos anillos sobre la mesa llegándoles la luz de otoño y como brillaban en una luminosidad que hasta resultaba sonora. Había algo mágico, misterioso y a la vez extraordinariamente moderno en ellos. Eran casi como un prisma. Para mí estos objetos (y otros, como los caramelos transparentes de colores) son los setentas. Me llega a suceder algo sinestésico al verlos.
Así que esa tarde en Barcelona, aprovechando todavía la conexión wi-fi del café mono, descubrí cómo se llamaba el material en el que estaban fabricados: pérspex. Y es verdad, los adornos hechos con pérspex (también llamado polimetilmetacrilato), aunque un boom a fines de los setentas, vuelven una y otra vez a la moda. Fue también adorno favorito de las lolas a inicios de los noventas y lo mismo un poco a fines de aquella década.
Lo que sucede con el pérspex y otros materiales, como los ya mencionados de ciertos caramelos, es que dejan pasar la luz a su través de una manera poco usual, proyectando sobre las cosas una luz acolorada, sea amarilla, las más de las veces naranja o roja, o azul, o verde. Esa aparición imprevista de tonalidades provocaba en mí, cuando veía los anillos de mi madre depositados sobre la mesa del comedor de diario en Vecinal, una sensación de calidez. Una calidez que no solo era física, sino que, y esto es lo realmente importante, emocional.
Alison Jing Xu y Aparna Labroo (2014) en un paper titulado “Incandescent affect: Turning on the hot emotional system with bright light” y publicado en el Journal of Consumer Psychology, sostienen que la luminosidad afecta el ánimo de las personas, porque lo iluminado se asocia al calor, mientras que lo oscuro se asocia al frío (en efecto, las mismas autoras indican que los propios astrónomos suelen calcular la posible temperatura de las estrellas a partir de su luminosidad).
Esta afectación del ánimo ocurre básicamente porque lo luminoso se relaciona directamente con lo caluroso (o cálido), y metafóricamente con lo humanamente cálido. Zoltán Kövecses, el autor de la metáfora conceptual el enojo es calor, y gran amigo de George Lakoff, ha hecho una carrera persiguiendo este tipo de procesos intelectuales y emocionales corporalizados. Traigo a colación lo del enojo y el calor, porque en la conclusión de su estudio Xu & Labroo (2014:214) señalan claramente que lo luminoso actúa como un potenciador de las emociones positivas, pero también negativas. Una sala más iluminada (en especial aquellas que lo hacen por la vía de los tubos fluorescentes) incita a la alegría, aunque también a la rabia.
Pero volvamos al pérspex.
En los años que siguieron a mi observación detenida y cálida de los anillos de pérspex de mi madre y antecedieron al hallazgo a la salida de ese café mono en Barcelona, solía llamar a ese efecto de luz a partir de un objeto transparente y acolorado, la “luz de caramelo”. Ello porque esa luz la había visto y la seguí viendo en otras de las formas, colores y texturas que he adorado: las de los caramelos de colores cuasi-trasparentes, de esos que tenían forma de salvavidas; la forma que se llama en topología, “toro”.

La imagen topológica de un «toro» (torus). Fuente: Physics Forums
Quizá el caramelo absoluto en esta liga sea aquel que se llama, justamente, “Life Savers”.

Los caramelos perfectos. Fuente: Candy Warehouse
Es cierto, los “Life Savers” u otros similares, no logran la “insidia del sol sobre las cosas” que lograban los anillos de pérspex, pero consiguen un efecto similar. Ese efecto es, para llegar finalmente al punto, el mismo de cualquier superficie transparente acolorada que deje pasar a su través la luz, del cual, evidentemente, la obra suprema de la cultura humana son los vitrales góticos:
La más fuerte impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la sazón siete años-, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo, fue la emoción que provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una catedral gótica (…) el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas vidrieras, y el silencio invitan a la oración y predisponen a la meditación. (Fulcanelli, “El Misterio de las Catedrales”, capítulo I)
Para mí (y sospecho que para muchas y muchos de quienes fuimos niños en los postreros setentas), la “luz de caramelo”, la luminosidad cálida de la bisutería de pérspex, fue un poco como una catedral gótica doméstica, un misterio de la luz sacado de un vitral laico y puesto allí, en medio de una habitación, mientras la líquida luz del otoño nos invitaba a viajar, nos transportaba -al menos sensorialmente- a otro mundo.
Bibliografía
Fulcanelli (1922/2003). El misterio de las catedrales. Debolsillo: Barcelona. 2003.
Kövecses, Z. (2010). Metaphor. A practical introduction. New York: Oxford University Press.
Lakoff, G. (1987). Women, fire and dangerous things. Chicago: Chicago University Press.
Xu, A. J., & Labroo, A. (2014). «Incandescent affect: Turning on the hot emotional system with bright light». Journal of Consumer Psychology 24, 2, 207–216.