por CECLI
La décimonovena página de nuestro álbum de amigos y amigas fue completada por uno de los primeros entusiastas del CECLI, el patafísico y académico Julio Gutiérrez, quien ha sido ponente de todas nuestras jornadas, presentando interesantes lecturas sobre uno de sus autores favoritos, Georges Perec, y su relación con los objetos y la memoria. El inventario de inspiraciones de Julio contempla recuerdos de viajes, objetos extraños y cachivaches que conserva con ímpetu, cual si fueran ejemplares de un gabinete de curiosidades moderno. ¡Los invitamos a pasear por esta cámara de maravillas contemporánea y admirarse de sus artefactos!
1. Cabeza de Frenología
Este es uno de mis tesoros más preciados: desde que supe de su existencia, siempre quise tener una cabeza de loza en la que se representen las distintas áreas del cerebro de acuerdo con las ideas de la Frenología. Siempre me pareció que ese diagrama tenía alcances más poéticos que nada. Esa idea de parcelar nuestro espíritu como si fuese un conjunto de campos de cultivo de emociones, pensamientos, recuerdos y pulsiones es una estimulante fantasía. Con todo mi respeto a los cultores de la frenología, como el señor Burns. La cabeza la encontré en la feria que se instala en Portobello Road, en Londres (en la famosa zona de Notting Hill). Ese paseo fue realmente memorable: el paraíso de todo cachurero: mapas, maletas, joyas, ropa, zapatos, libros y todo lo que se te pueda ocurrir. En uno de los primeros puestos estaba la cabecita, asomada entre otros cachivaches. Siempre manteniendo el entusiasmo a raya, regateé y la compré por siete libras. En ese entonces estábamos viviendo en Barcelona, y uno de nuestros amigos fue a visitarnos y no pudo evitar besar la reluciente y perfectamente impoluta calva de loza de la cabeza de frenología, repitiendo invadido por la ternura: “es una bochita”.
2. Delorean miniatura
Con esta reproducción a escala de Hotwheels me pasó lo mismo que con la cabeza: desde que vi Volver al Futuro no pensaba en otra cosa que tener un Delorean. Hace décadas, lo vi en una juguetería a escala 1:12 y casi morí porque era carísimo. Así que, mucho tiempo después, mientras vivía en Barcelona, bastó encontrarlo en un minimarket que había cruzando la calle para que se desatara toda la nostalgia. Debo confesar que jugué un par de veces al viaje en el tiempo (con mis casi 30 a cuestas, en ese entonces), pero -en mi defensa- la oportunidad llamó mi puerta. Ahora lo tengo en la oficina, y cuando pasan alumnos a reclamar por notas o a saludar siempre se detienen con fascinación en el autito.
3. Extraña rata de fibras de coco
Este fue un regalo de un muy buen amigo mío. Es una figura de un animalito local, fabricado con fibras de coco y alambre, probablemente. Una artesanía local que mi amigo me trajo como souvenir. Estuvo unos días en Brasil y, según me dijo, sintió el llamado de esa criatura y supo desde un principio que debía ser para mí. Está claro que encontró algo en su aspecto o en la expresión de su rostro que le trajo mi imagen al recuerdo. Lo tengo también en la oficina, y me vigila con su mirada cansada y llena de compasión desde un cerro de trabajos sin corregir. Parece decirme: “no te olvides de los axolotl”.
4. Vaso de la Festa Major de Sants
Viví unos años en Barcelona, en el barrio de Sants. Hice allí muy buenos amigos, y uno de ellos me regaló este vaso de la Festa Major del barrio. Es como la famosa fiesta que hacen en Gracia: decoran las calles con materiales de desecho, los vecinos arman mesas en las calles, hay música en vivo, comida y bebida. Precisamente, el vaso lo comprabas con la primera cerveza, y luego ibas rellenando. Venía con una especie de correa de goma que atabas al cinturón para que no se te perdiera en medio del baile, la multitud y lo demás. Actualmente es un modesto portalápices y forma parte de la fauna de mi escritorio de trabajo. En la imagen puede distinguirse, asomado como de forma deliberada, mi lápiz con forma del espiritu enmascarado de El viaje de Chihiro. Hay que reconocer que, más que portalápices, es un florero de plumas, por decirlo así. Casi no uso los lápices del vaso por mi costumbre bestial de usar un solo lápiz para todo, que suelo llevar siempre en el bolsillo.
5. Cubo rubik poético
Este objeto es bastante peculiar: lo compré en la librería del GAM hace varios años, pues me fascinó su potencialidad permutante, muy oulipiana. No recuerdo quién era el fabricante (es evidentemente hecho a mano). Contiene versos en cada una de sus caras y, al mover el mecanismo rubik, se van engendrando nuevos poemas con cada giro. Es un juguete como para Raymond Queneau, sin dudas. Es un artefacto que siempre estimula mi imaginación entumecida por el tedio de las correcciones.
6. Postal desplegable de imagen japonesa
Llegado este punto, el lector habrá notado que en mi área de trabajo proliferan todas estas pequeñas distracciones: pasé una infancia en la que predominaron los juguetes, y mi imaginación, como ya dije, se balanceaba más cómodamente al transar e interactuar con estos pequeños objetos: además de los chiches y artefactos, conservo postales que reproducen pinturas que me gustan: tengo un par de cuadros minimalistas de Miró, un paisaje del Edo japonés que me regaló un gran amigo de toda la vida (de hecho, me envió la postal mientras viajaba solo por Japón). La que aparece en la foto es otro regalo que me hizo una amiga hace mucho tiempo: se trata de una postal desplegable que representa una pintura japonesa. Esta misma amiga también me regaló otra postal que reproducía el cuadro que retrata la muerte de Sócrates. Pero aún no he podido encontrarla; mi teoría es que duerme al interior de alguno de mis libros que permanecen embalados.
7. Cave Canem
Este es un recuerdo de una visita que hice a la ciudad de Pompeya. Eso sí, este salió de la tienda del British Museum, pues en ese entonces había una muestra temporal sobre Pompeya. Este mosaico siempre llamó mi atención por la fina ironía que entrañaba: por más fiero que se ve el perrito, fue incapaz de espantar al Vesubio. Cuando estudiaba la licenciatura, tuve cuatro cursos de Latin. El texto que usábamos relataba la historia de una típica familia romana, y en uno de sus capítulos más avanzados relataba la tragedia de Pompeya. Allí aparecía la ilustración de un cartel-mosaico que advertía a los visitantes de una de las casas pompeyanas que allí había un perro bravo: “cuidado con el perro”, decía literalmente. En el viaje a la ciudad arqueológica pude verlo en vivo y en directo, así que tras eso no podía irme de allí sin un recuerdo, cuya copia más fiel hallé un poco después. En el intertando, compré un imán de cerámica que representaba lo mejor que podía la efigie. Pero no quise poner esa imagen porque realmente es un souvenir desafortunado.
8. Stencil de Life Aquatic
Puede parecer una tontería, pero a fin de cuentas qué justificación para conservar ciertos objetos no lo es a ojos ajenos. Ese trapito fue el estampado de una polera azul que usé hasta la desintegración. Una muy buena amiga del colegio sacó el diseño de internet e hizo el calco y lo pintó a mano sobre el género. Cuando nos mostró el resultado, nos recalcó lo detallista y tedioso que fue el trabajo. Hizo cuatro: uno para cada uno de nosotros. Todos cosidos en una polera azul idéntica a la otra. La simetría corporativa era una clave interna que teníamos: salíamos a mochilear al sur y llevábamos la misma capa para lluvia (un homenaje al personaje de Bruce Willis de El protegido), la misma taza de lata enlozada comprada en Estación Central y la polera rematada con este parche legendario que recogía una cita del personaje interpretado por Bill Murray: “What about my dinamite?”. Un himno para nosotros.
La polera, como dije, se desintegró. Literalmente. Me duró más o menos hasta el 2012 ó 2013. Entonces los hoyos que nacieron de las costuras que ya habían dado todo de sí eran demasiado grandes. Extraje el parche y lo guardé como un tesoro preciado; es para mí una postal de esos años en que nos adentrábamos en la novena región en campings junto a lagos, muchas veces sin electricidad ni agua caliente y cocinando a leña. Al final del verano, antes de volver, nos paseábamos como príncipes ahumados por Temuco o Valdivia. Aunque hace tiempo que no veo a esos amigos, los recuerdo siempre. Hay puntos de inflexión, túneles, encrucijadas y otras topografías que renuevan o redefinen el rumbo de nuestros días. Nunca las recorremos solos, y ese trapo viejo es testimonio de que siempre conté con el apoyo para dinamitar y pavimentar a punta de lecturas y caminos de tierra y ripio el camino que me estaba labrando.
9. Infusor Manatea
Ya adopté la costumbre (quizá no muy sana) de tomar litros y litros de té pu-ehr mientras trabajo. Lo bebo concentrado, es como petróleo caliente. Pero lo cierto es que me hice adicto a ese sabor terroso y tan fuerte que rechaza de plano el azúcar o la leche. Aunque tuve muchos, creo que este es el infusor de mi vida: de silicona con diseño de manatí. No hay mañana que no me levante el ánimo dejar caer por su lomito celeste el agua caliente, como si lo estuviera bañando. Luego lo poso en un platito que robé de la sala de café para profesores y bebo mi té reconcentrado en mi taza corporativa de la facultad (a falta de una de Stark Industries). Es un objeto sencillo y cotidiano, pero por el hecho de participar en un hecho tan crucial del día como lo es el té lo hace trascendente dentro de la rutina que vivo. Es un compañero más en el escritorio, que me contempla semisumergido en el agua caliente, complacido de seguro, absolutamente relajado en su baño diario de té. Es inevitable: o me hace reír por un segundo o me apacigua. Ahí está, con toda su paciencia, esperando a ser utilizado de nuevo, a pasar por el ritual del baño de agua del termo, estilar en el borde de la taza, posar en el plato sobre la huella indeleble que ha dejado el pu-ehr. Qué objeto cargado de dignidad. Qué ejemplo para esos espacios de moscas existenciales llenándome la cabeza entre mirada y mirada a la pantalla. Quiero agrandar la familia, y tener en la casa un infusor de perezoso, también de silicona.
10. Ex libris
Si bien esto no es precisamente un objeto, no hay duda que les da otro valor y unidad. No quise poner el timbre porque me pareció lo mismo que decir: “mi pieza favorita es el nocturno de Chopin” y poner un piano. El ex libris es un timbre con que he estampado varios de mis libros (me faltan muchísimos por marcar); me lo regalaron para un cumpleaños hace mucho tiempo y representa una ciudad amurallada con unos pajaritos sobrevolándola. Siento que me identifica muy bien tanto a mí como a mi biblioteca: una ciudadela irregular, un apiñadero heterogéneo en la que resaltan algunos techos distintos: desde hace más de quince años que estoy armando mi biblioteca, y aunque en un principio me inquietaba ver que no apuntaba a ninguna parte (un amigo se ha concentrado en todo lo relativo a la Literatura Fantástica) ahora la veo como la materialización del mapa de mis ideas, con sus calles estrechas y adoquinadas, su trazado circular y contra-damero sin jerarquías ni orden aparente. Es una biblioteca honesta, en la que comparten clásicos, contemporáneos, cómics, diccionarios ilustrados, de latin y de literatura infantil; ensayos filosóficos y literarios, caprichos inclasificables y novelas sin otro roden más que el alfabético de sus autores. Pero volvamos al ex libris: es como el pasaporte de esa ciudad irregular e inesperada que representa en su imagen, un despeine de lecturas: mi escudo de armas.
Rodearme de estos objetos parece despojar el espacio laboral de su aura tediosa, y convierte mi cubículo en una especie de ínsula-hogar en la que puedo naufragar tranquilamente de nueve a seis de la tarde. Aunque pocas veces tengo tiempo, disfruto de manipular, contemplar o recordar a través de mis juguetes, postales, objetos decorativos y cachureos.