por Pierre Herrera
Maestría en Letras Mexicanas, BUAP
Querida Natalia Ginzburg:
Ciertas veces, lo primero que pensamos en situaciones de riesgo suele ser en aquello que nos protege del miedo del instante y nos moviliza a cuidarnos.
Lo primero que pensé cuando terminó el sismo del martes 19 era que debía comunicarme con las personas que quiero para decirles que estaba bien. Cuánto cambió nuestro léxico esta semana, Natalia. Recién regresaba de visitar a mis padres en Morelia, no tenía crédito en el celular y no había luz ni servicio para hacer una recarga; tuve que esperar. Decidí caminar a mi casa a pocas cuadras del entronque entre las avenidas Cuauhtémoc y Chapultepec. Imaginaba la fatalidad: hacía poco uno de los edificios del complejo donde vivo había sufrido daños y todos sus habitantes fueron desalojados.
También, hace poco, mis padres perdieron su casa debido a la guerra de gobierno y narco. Tuvieron que pedir refugio a mi abuela. No sé cuál fue su primer pensamiento; vivieron una mudanza obligada y repentina. Desde entonces me había preguntado varias veces: si sólo pudiera elegir algo, qué cosa salvaría en una situación parecida. Ese día, mientras caminaba a mi departamento, lo primero en lo que pensé fue en un pequeño objeto piramidal que contiene un pedazo de rollo fotográfico y un lente para agrandar su imagen.
En la fotografía tengo la boca abierta y mi padre sonriente es más joven de lo que yo soy ahora. Estamos en el show de la ballena Keiko. Mi madre usa una blusa negra y un reloj negro, parecido al que le regalaré en veinte años con mi primer sueldo; su rostro parece el de una persona que junta fuerza, pienso, para todas las pérdidas que alcanzarán a las personas que quiere. Mi madre tal vez lleva a mi hermana en su vientre, no lo sé. Los tres vestimos shorts y miramos a lugares distintos, pero nuestras manos están muy cerca, y la certeza de esa cercanía nos dará alivio.
Mi boca abierta con los años se cerrará, pero comenzaré a escribir y, años después, leeré en tu texto El hijo del hombre: «Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. Quizá tengamos de nuevo una lámpara sobre la mesa y un jarrón con flores y los retratos de las personas queridas, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, pues una vez tuvimos que abandonarlas de improviso o las buscamos inútilmente entre los escombros», y entonces pensaré —seguiré pensando y aferrándome a ello— que la escritura también puede ser un refugio amorosamente tenaz para nosotros y la vida.
Mirando de frente al edificio en pie, al lado de mis vecinos, después de recibir una llamada de mi padre preguntándome cómo estaba, tuve un pensamiento que sentí preciso y doloroso, como dos flechas dando en el mismo blanco una después de otra: nuestro verdadero refugio está en las pequeñas cosas, y en las manos que nos sostienen, y en los cuerpos que buscamos y ayudamos a levantarse. Es verdad, Natalia: «Una casa es algo no muy sólido». Pero este es nuestro hogar y aquí nos cuidaremos juntos. Este será nuestro refugio.
(Ciudad de México, 27 de septiembre de 2017)