por Paloma Opazo
Vengo del mundo de la psicología y la lingüística. Durante mis estudios llegué a considerar que son pocas las veces que nos preocupamos por los sentidos. En general, en ciencias cognitivas nos enseñan sobre procesos como la memoria, la inteligencia o la atención. En ese espacio, la percepción queda como relato entrecortado de conocimientos revueltos. Si pensamos en los sentidos, muchos autores hablan de una cierta jerarquía, en la cual la visión está en primer lugar. Ver es entender. Creemos aquello que vemos. Esto, por cierto, no es exclusivo de las sociedades occidentales. Mucho se ha escrito sobre la manera de conceptualizar el tiempo de los aymara: el futuro está en las espaldas del sujeto y el pasado está adelante. Una de las razones ofrecidas para explicar este fenómeno (fascinante, por lo demás) es que el pasado es algo que se puede ver, por lo que se encuentra frente a nosotros. El futuro, en cambio, es desconocido.

Exposición «Aromatic Art (Re-)Reconstructed»
Dentro de este orden de ideas, el olfato pasa a ser un detalle intrigante. Un proceso cotidiano del que poco sabemos. A lo más, lo recordamos al reirnos de las etiquetas de vinos y su uso rimbombante del lenguaje: “notas muy especiadas y florales” o “aroma intenso, complejo y profundo”. Es una sorpresa, entonces, encontrar autores que estudian el olfato desde distintas disciplinas. En antropología, me topé con Constance Classen[1] que intenta desarrollar una antropología de los sentidos. Según explica, la percepción y la cultura van de la mano, por lo que nuestras sensaciones están traspasadas por significados culturales. El olfato, dentro de este marco, ha sido fundamental para establecer categorías sociales: categorizamos a los otros a partir de sus aromas, como cuando los antropólogos europeos solían describir a los africanos como poseedores de «un hedor» o cuando la comunidad blanca en el sur de Estados Unidos se refería a la comunidad negra por tener «un olor repulsivo». Ciertas culturas indígenas, agrega, utilizan los olores como forma de delimitar ciertos territorios y, así, estructurar grupos sociales.
Leí sobre aromas en antropología, en biología y, finalmente, volví a la psicología. Mis amigos suelen preguntarme cada cierto tiempo qué estoy estudiando. Pienso que quizás les parece levemente misterioso y la confusión puede deberse a que yo tampoco lo tengo muy claro. Con el tiempo he ido entendiendo que mi lugar está en entender la relación entre el lenguaje y la cognición. En este caso, con la percepción. Mi búsqueda por entender cómo funciona el olfato me llevó a un grupo de investigación en Holanda[2] que, para mi sorpresa, estudiaba los tipos de mecanismos lingüísticos que utilizamos para referirnos a este sentido. Generalmente, los expertos en vinos o en café y los seres comunes y silvestres como nosotros usamos tres tipos de palabras: evaluativas (“¡qué rico olor!”), metafóricas (“el aroma es verde”) o aquellas referidas a la fuente o al referente (“tiene olor a banana”)[3]. En la mayoría de los casos nos valemos de esta última categoría mediante sufijos: un olor puede ser frut-oso o de expresión frut-al.
En el pasado, distintos autores indicaban que el olfato era un sentido de poca importancia porque no contaba con palabras abstractas, como en el caso de los colores (describimos una objeto como verde, pero la lingüística nos dice que el signo es arbitrario, por lo que no hay relación entre el objeto y la palabra). Se añadía que el olfato era un sentido efímero y no contribuía mayormente al pensamiento. A pesar de lo anterior, las investigaciones de los últimos años han demostrado los graves errores de estos planteamientos. De partida, muchos de los estudios sobre los sentidos se realizaron en las llamadas sociedades WEIRD (Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic), llevando a conclusiones que no eran sostenibles en sociedades no-occidentales. El lenguaje es una herramienta de comunicación y, como tal, se desarrolla de acuerdo a nuestras prácticas culturales. Asifa Majid y Niclas Burenhult[4] estudiaron el lenguaje del pueblo Jahai, grupo de cazadores y recolectores situado entre Malasia y parte de Tailandia, y encontraron un léxico especializado en olores. El término “cŋɛs” se utiliza para aquellos aromas punzantes, como la gasolina, el humo y los excrementos de murciélago[5].
Algo similar sucede con el lenguaje Maniq (en peligro, al igual que gran parte de las lenguas indígenas alrededor del mundo), hablado por una pequeña comunidad al sur de Tailandia. Lo interesante es que, para los Maniq, hablar de aromas no se restringe a un determinado grupo social o registro. La conversación en torno a los olores es cotidiana y se lleva a cabo mediante diversos rituales o prácticas medicinales[6]. En el caso de los Jahai, tienen una deidad benevolente, pero es necesario cumplir con una serie de tabúes y reglas referidas a la audición, la visión y el olfato para prevenir su furia. Con esto no quiero decir que no podamos llegar a sentir un olor en particular producto de nuestros lenguajes: no se trata de una limitación del lenguaje en sí mismo. Los sentidos se desarrollan mediante la práctica y grupos como los Jahai o los Maniq provienen de una tradición histórica en la cual el olfato es preponderante (sí, sería como el ejemplo de las palabras para la nieve de los esquimales, pero éste, producto de su difusión exagerada, ha caído en varios mal entendidos[7]).

Exposición «Aromatic Art (Re-)Reconstructed»
Hace unos meses atrás me encontraba leyendo sobre estos temas y vi en mi universidad un aviso con la siguiente charla: “Aromatic Art (Re-)Reconstructed: In search of Lost Scents” de la historiadora del arte Caro Verbeek. Al entrar a la sala me golpeó un aroma sumamente liviano y floral (no se me ocurre qué otro adjetivo usar). Verbeek comenzó a hablar de la relevancia de los olores en diversos períodos históricos y, ciertamente, en el arte. Con la ayuda de un ventilador de grandes proporciones, Verbeek nos presentó aromas placenteros y otros desagradables: vivenciamos el olor a lavanda y a café, además de un intento de reconstrucción de aromas de la Batalla de Waterloo, para finalizar con obras de arte de Duchamp. El paso de un aroma a otro requería de cierto intervalo de tiempo, ya que, como bien sabemos, la capacidad olfativa de la nariz se satura a un cierto nivel. Según explicó la Dra. Verbeek, los futuristas como F.T. Marinetti estaban fascinados con las experiencias multisensoriales e incluso crearon un manifiesto sobre el olfato. Diversos artistas han incorporado olores dentro de sus obras, como es el caso de Peter de Cupere[8], quien busca en sus espectadores una reacción emocional mediante el uso del olfato. En previas exposiciones se ha valido de olores fétidos provenientes de comidas en descomposición o humos tóxicos para denunciar los problemas importantes de contaminación que enfrentamos. La denuncia a través del arte también se ha mezclado con un enfoque centrado en lo emocional: tal como lo demuestran diferentes investigaciones, los aromas actúan directamente con el sistema límbico, por lo que es inevitable llenarlos de una coloración especial. Por medio del olfato y su privilegiada unión entre memoria y emoción, podemos transportarnos a la infancia rápidamente u otro período del pasado que nos haya marcado.[9]

Peter de Cupere. Obra «Sweat» (2010)
Si bien Verbeek se enfoca en el arte, hay importantes iniciativas desde la historia que buscan reconstruir olores como una forma de patrimonio. Un día de procrastinación (suelen ser varios, lamentablemente) llegué a este sitio de la University College of London llamado “Smell of heritage”[10] donde identifican, analizan y archivan diversos aromas. De acuerdo a lo que plantean, la relación entre memoria y olfato nos permite experimentar la historia a un nivel más emocional. Este patrimonio intangible crea el desafío de elaborar mecanismos para resguardar aromas que son considerados valiosos para nuestro patrimonio cultural. ¿Cómo explicar en el futuro el olor de ciertos elementos que podrían dejar de existir?

Imagen extraída del artículo Emerging Science Charts out Olfatory Heritage
Sabemos poco sobre el olfato, a pesar de usar este sentido de forma cotidiana al abrir la leche y determinar si está buena, o al oler un determinado perfume y acordarnos de inmediato de alguien. Si bien en nuestras culturas el olfato está menos valorado que otras formas de percepción como la visión y la audición, hemos revisado el valor preponderante que ocupa en otras culturas no-occidentales donde existe una relación estrecha entre el hombre y la naturaleza: los aromas son hablados, son utilizados en rituales y en la práctica cotidiana al recolectar y cazar alimentos. Más allá del lenguaje, el olfato podría considerarse un tipo de patrimonio intangible, objeto de estudio de historiadores, antropólogos e historiadores del arte, producto del espacio ideal configurado por la unión entre olores, memoria y emoción.
[1] Classen, C. (1992). The Odor of the Other: Olfactory Symbolism and Cultural Categories. ETHOS, 20(2), 133–166.
[3] Croijmans, I. & Majid, A. (2016) Not All Flavor Expertise Is Equal: The Language of Wine and Coffee Experts. PLOS ONE, 11(6), 1-21.
[4] Majid, A. & Burenhult, N. (2014). Odors are expressible in language, as long as you speak the right language. Cognition, 130, 266–270.
[5] Speed, L. (2016). The knowing nose. The psychologist, 29(7), 542-545.
[6] Wnuk, E. (2016). Semantic specificity of perception verbs in Maniq. PhD dissertation, Radboud Universiteit Nijmegen, Nijmegen, Netherlands.
[7] Regier, T., Carstensen, A., and Kemp, C. (2016). Languages support efficient communication about the environment: Words for snow revisited. PLOS ONE 11(4): e0151138.