por Javiera Barrientos y Loreto Casanueva
Editoras en el CECLI
En una tarde calurosa de enero, nos juntamos a conversar largamente con la autora chilena María José Ferrada, a cuya obra le hemos seguido la pista desde hace años. María José ha escrito un sinfín de libros de literatura infantil y juvenil, y el año pasado publicó su primera novela para adultos, Kramp, que fue galardonada como Mejor Novela por el Círculo de críticos del arte (y que reseñamos brevemente en el verano). Sabíamos que el tema que encabezaría nuestro encuentro con María José serían los objetos, porque si algo nos encanta de su obra es la presencia material y emotiva de las cosas, pero no imaginábamos que las tazas recibirían un trato especial. Es probable que las tazas de café que tomamos y levantamos alegremente esa tarde hayan estado muy felices de su protagonismo. ¡Los y las invitamos a leer esta entrevista que nos concedió María José, en la que hablamos largo y tendido sobre tazas, tuercas, libros, listas y recuerdos de infancia!
Javiera: Nos sorprende y encanta la frecuencia con la que aparece la palabra ‘cosas’ en los títulos de tus libros (El árbol de las cosas, La tristeza de las cosas, El lenguaje de las cosas, Il segreto delle cose, por ejemplo) así como la manera que tienes de darles una voz. ¿Existe una intención por crear una clase de narrativa objetual o de poética de las cosas?
Kramp, de hecho, se iba a llamar El mecanismo de las cosas, y el editor me dijo “ya, córtala. Más que intencional, esto parece falta de imaginación a la hora de poner los títulos, es estar pegado con cómo suenan”. Algo de razón tenía, pero también es verdad que a mí me llama mucho la atención cómo las cosas, los objetos, pueden contar la historia de una persona pero también de una forma de vivir, de un momento histórico. Y creo que reparamos poco en eso. Los niños reparan un poco más. No en términos de analizar lo que les dicen las cosas sino a través de la fuerte relación que establecen con ellas: con un juguete o con el pañuelo de la mamá, porque tiene su aroma. No las toman como algo que solamente los acompaña sino como algo que es constitutivo de la vida. Me interesa esa relación animista que los niños establecen con el mundo en sus primeros años. Lo que te puede contar un pañuelo no es lo que quedará escrito en un libro de historia, es algo que ni siquiera llegas a entender racionalmente: lo que te cuenta un olor, lo que va quedando de las cosas. Uno no se da cuenta pero con el uso que se le da a los objetos vamos dejando rastros nuestros. Hay un libro de Kawabata, creo que es, en que la taza se mancha con el labial de la protagonista. No me acuerdo bien del argumento pero sí de un momento en que ella piensa si cambiarla o no, pero dice “no, porque en la taza está la huella de algo que hago todas las mañanas: pintarme los labios”. Me interesan cómo en las cosas van quedando rastros de uno.
Loreto: Sabemos que tienes formación en cultura japonesa, ¿qué relación se puede establecer entre el animismo y esa cultura?
El sintoísmo es animista. Por ejemplo, si en un pueblo hay muchos conejos uno encuentra estatuillas de conejos a los que les dejan monedas o regalitos. En Nara, el dios es un ciervo y los ciervos andan caminando alrededor de los templos. Hay una leyenda que dice que cuando las cosas cumplen 100 años de estar tiradas en la basura, resucitan. A las muñecas no las botan a la basura, sino que las dejan en un templo de muñecas. Había un templo especial para ellas. La muñeca había sido la primera en enseñarte el sentimiento de protección por alguien pequeño, entonces no era cualquier cosa que tú podías botar a la basura. Lo mismo pasa con las agujas porque con ellas haces la ropa.
J: Con respecto al animismo y a tu libro La tristeza de las cosas, ¿por qué la taza es un objeto recurrente en tu obra?
Me impresiona mucho la humilde compañía de la taza. Si hay algo que uno tiene en su casa es su taza. La única cosa que tengo que es mía–además de mis libros-, y que se relaciona conmigo todos los días es la taza, que no es la que usa mi pareja, es la mía. Cada uno tiene la suya. Es un objeto que te acompaña. Además, yo tomo harto café y tengo una especie de lucha con eso. La taza conoce mejor que nadie mi debilidad.
J: Y yo a veces pienso que cuando un objeto lleva mucho tiempo sin ser usado para su función se pone triste.
Sí, tengo una amiga que es violinista y que me contaba que se compró un violín nuevo, y que al otro día al antiguo se le rompieron las cuerdas. Se puso celoso.
L: La visión animista sobre los objetos recorre gran parte de tu poética, por ejemplo, en el idioma propio que tienen los floreros o los cuadros en El lenguaje de las cosas y en la hermandad de objetos que M. busca en vitrinas aparentemente caóticas en Kramp. ¿Crees que eso permite potenciar la maravilla ante lo cotidiano?
Yo creo que permite que uno se detenga. El objeto, mientras más cotidiano es, más te obliga a detenerte a pensarlo más allá de su uso. Siguiendo con el ejemplo de la taza, para ver lo que realmente dice una taza acerca de alguien te tienes que salir de su sentido utilitario y eso necesita una calma, un mirar más lento, una concentración. Puede sonar un poco absurdo, pero hay que vencer ese miedo a ser absurdo que tenemos los adultos, romper algunas barreras –que uno mismo se impone–, para relacionarte de otra forma y estar dispuesto a mirar. Cuando trabajé con niños con autismo pude ver que su relación con lo objetual es muy distinta a la nuestra. Por ejemplo, con el agua. Hay algunos que le pegan al agua, esa es su forma de conocerla, distinta a la del resto de las personas pero eso no quiere decir que haya que invalidarla. Son nuevas formas de relación. Tal vez haya algo que nosotros no sepamos del agua y ellos sí.

El lenguaje de las cosas (Santillana, 2016)
L: Me hace mucho sentido pensando en El lenguaje de las cosas y en las metáforas que utilizas para referirte a los objetos–las tazas como piscinas, las cortinas como bufandas de las ventanas, las lámparas como crisantemos amarillos–, que son imágenes muy bonitas, pero que justamente van más allá del sentido utilitario de la cosa para darle una nueva existencia.
La escritura de ese libro fue cercana a cuando mi hermano todavía era chico. Yo lo miraba mucho jugar. Nos llevamos por 15 años y es mi único hermano. Yo no tengo hijos, y esa forma que tienen los niños para descubrir el mundo o relacionarse con el mundo la vi a partir de él. Entonces, hay mucho de juego y de metáfora que no necesariamente es mío. Hoy, la imaginación ha caído un poco de desuso, o mejor dicho viene dada por otro, , pero antes los niños tenían que imaginar el juego, no lo pensaba por ellos un informático. Y para eso los niños utilizaban los objetos que tenían a mano. Hay un momento en que dejamos de jugar con los objetos y yo creo que eso marca bastante el término de la infancia propiamente tal: cuando ya no vas a jugar con la cuchara sino que la vas a usar para tomarte la sopa. Hay un último día en que se juega, y es alucinante. En la literatura infantil se habla mucho del “niño interior”, pero yo creo más bien que es el recuerdo de lo que ese niño era. En algún momento el pensamiento animista se termina. Tal vez tiene que ver con la escuela, con que uno necesita recibir lo que han aprendido o descubierto otros, la cultura. Pero creo que es importante que ese momento del juego se prolongue porque es cuando ganas autonomía, dándole un significado propio a las cosas. Si bien hay un momento en que verás que la cuchara ya no es un avioncito, sí quedará el registro de que tuviste un pensamiento y un imaginario propio, y eso sí te sirve después. Es un espacio de libertad ganado.
L: A propósito de lo que dices de tu hermano y de lo que nos comentaste antes de la entrevista -que hay gente que cree que viviste en el campo por la frecuencia con que aparece ese paisaje en tus obras-, queríamos saber si Kramp tiene algo de autobiográfico.
Es autobiográfico y es una mezcla de varias personas con las que me relacioné en un momento de mi vida. Mi papá todavía es vendedor viajero, vende artículos de pesca. Él se rebeló cuando su oficio comenzó a cambiar. Muchos lo dejaron, pero él tiene setenta años y sigue. Tal vez porque antes la relación con los oficios era más intensa. Ser vendedor viajero, o pescador, o panadero sostenía tu identidad. Creo que hoy es distinto. Para mí es más importante ser María José que ser escritora, mi oficio sí ocupa un espacio pero no todo el espacio. Pero volviendo a Kramp, el mundo de los vendedores viajeros lo conozco perfectamente. Y la historia de las agujas, la del vendedor que se emborrachó tanto que dio vueltas dos días en tren son verdaderas, aunque con ellos nunca sabías si te estaban contando algo que había pasado de verdad o te estaban tomando el pelo. El vendedor garabatero y el fotógrafo tienen rasgos de personas que sí conocí. Por otra parte, mi abuelo era carpintero y su taller me alucinaba mucho: las brocas, los tornillos. Entonces, por ahí yo hice una mezcla. Mi papá nunca ha vendido cosas de ferretería… El personaje de la madre también tomaba prestada algunas escenas de la vida de mi propia madre. En fin, ocupé harto de la realidad en este trabajo. De hecho, lo que me preocupaba no era tanto lo que dijeran los lectores sino lo que iba a decir mi familia.
J: ¿Y qué dijeron?
A mi papá le gustó, se emocionó. Como que le dio pena primero, porque de alguna manera el libro deja ver el fin de su oficio, pero él es consciente de eso. A mi mamá le dio un poco de pena, porque el libro tiene partes tristes y ella identificó a la protagonista conmigo, entonces tuve que explicarle que esto funciona de manera medio mentirosa, tomas cosas, escenarios, personas, pero los vas modificando en función de la historia que quieres contar, de alguna manera utilizas tu propia historia.
L: El carnet que aparece en la portada…
Es de mi papá.
L: Cuando leía Kramp pensaba que si algún director de cine decidiera hacer su versión en película debiera ser Wes Anderson, sobre todo, por la actitud de M., su conciencia de ser un personaje y su forma de vestirse, que la convierten en un personaje inolvidable.
Kramp tiene muchas citas a películas. A fines de los 60, hubo harta literatura y mucho cine de vendedores viajeros porque en Estados Unidos había muchos. Y hay una de un papá y una hija en que la niñita fuma, yo la veía y le decía a mi papá “son iguales a nosotros”. Era un hombre que hacía estafas con unas biblias, y ella era hija de una prostituta. Cuando la mujer se muere, él va a su funeral y le dicen “esta hija es tuya, llévatela”, pero él no se quería hacer cargo de esa niña. Eso era bien de vendedor viajero, te aparecía un hijo en cualquier parte. Entonces decide llevarla donde sus tíos y hacen un viaje por una carretera, parando en los pueblos y estafando a la gente. Yo encontraba que era igual a ella. Los actores eran padre e hija en la vida real. Era una historia muy tierna. Ellos se creían malos, pero en realidad eran bien inofensivos. Yo quería que la novela tuviera ese tono de historia pequeña, que fuera tanto para adultos como para niños, que no se escapara de mi registro. Por eso tomé como protagonista y narradora a una niña.
L. Claro, y en Kramp también es interesante porque es una narradora niña pero que empieza a sufrir una transformación hacia la adolescencia.
A todos nos pasó. Cuando creces, ya no es tan choro tu papá, ya no te gusta que te vean con los abuelitos.

El segreto delle cose (Topipittori, 2017)
L: Pensando en esa relación con tu familia de origen, ¿hay objetos que te vinculen con ellos?
Mi papá es igual que yo, le gustan los objetos. Mi mamá no tanto, ella, vive en el campo. Está en otra, en la huerta, en el invernadero. Siempre le digo a mi padre que ella está en algo superior a nosotros, es más buena. Ayer me mandó un video como de 2 minutos de una luciérnaga, para que se hagan una idea. Andar en la noche en mitad del campo grabando una luciérnaga. Y en la mañana regando los tomates y las lechugas. Hay que estar en otro estadio de la vida para eso. Ahí ya te desprendes un poco de los objetos, los apegos, la nostalgia. Mi padre es más mundano. Y por ese camino llega a los objetos. Cuando se murió mi abuela, él me dio una caja de galletas, de esas típicas, en la que mi abuela guardaba boletas, unos ovillitos, un zapatito que estaba tejiendo, y me dijo: “tú eres la única a la que esto le podría interesar”. Y él se quedó con las otras cosas que encontró. En su casa tiene muchos objetos que eran de su papá. No son objetos valiosos, como el lápiz de mi abuelo, que no era caro sino que adquirió valor por el uso, por el recuerdo. Yo vivo en una casa chiquitita y mi papá igual. La suya está llena de cositas.
J: ¿Y coleccionas algo?
No, aunque me gustan los timbres. Mi espacio es pequeño, por suerte, si no sería súper cachurera. Pero no tengo muchas cosas: libros, unas cajas que me hizo mi abuelo, donde guardo cosas de mis viajes a Japón. Y mi taza, una taza ordinaria.
L: A mí me parece curioso el nombre de la novela Kramp. Googleamos la marca, y mi papá me dijo que existía, pero no sé si acá fue conocida en los 80…
No, no existía. Me di cuenta después de que ya la estaba usando que existía, pero es un nombre que saqué por sonido nomás. Tiene esa cosa medio alemana, me imaginaba. Los tornillos y esas cosas yo las asocio a industria alemana. Era una palabra que sonaba bien, pero que estaba vacía. Después me puse a mirar y me di cuenta de que existía una marca de tractores Kramp. Y es también un apellido. Pero fue un nombre inventado. La propuesta de que el título fuera ese fue del editor, porque yo quería ponerle El mecanismo de las cosas, pero pasaba que tenía tantos libros con esa palabra… Y él creía que era bueno separar esta novela de mi producción infantil. Y yo todavía sigo creyendo que no, a mí me gusta que sea un continuo. Quedé contenta al final porque creo que es un poco más sorpresivo, el otro nombre le habría dado un tono más melancólico que ya tiene la novela, entonces ¿para qué más?
L: Es interesante porque además Kramp es de los pocos nombres propios de la novela.
Claro, ese y el del detenido desaparecido, que es el que tiene nombre completo. Un nombre que se vuelve un poco vacío. De tanto escuchar “Compañero X, presente”, como que ya dejabas de sentir el dolor que implicaba ese nombre. También eso me llama la atención, cómo se vacían las palabras de su carga. Crees que de tanto nombrar vas a lograr que algo tenga más peso y termina pasando lo contrario.

Niños (Grafito, 2017)
L: El tema de los nombres se relaciona con las categorías, las listas y los catálogos, que están súper presentes en Kramp, en El lenguaje de las cosas a partir del inventario doméstico y también en Niños, donde hay una lista de niños detenidos desaparecidos…
Siento que las listas son un poco duras. Depende de lo que traten, pero que haya personas en un listado me descoloca. La lista es para el supermercado. Me llamaba la atención que alguien quedara inscrito en la historia en una lista en la que era solo uno más. Para que exista una lista, tienen que haber varios que estén en la misma categoría. Cómo una vida, en este caso, se reducía a una más de una categoría, cómo se iba vaciando, vaciando, vaciando… Esa frialdad es bien terrible.
J: Niños es la rehumanización de esa lista…
Claro, era medio contradictorio lo que pasaba. Si bien tenía que estar, porque es un listado de los niños desaparecidos en dictadura, ejecutados principalmente, la existencia de la lista era problemática, el libro es un reclamo por la existencia de esa lista, pero tampoco me la podía saltar porque el libro también buscaba visibilizar esa memoria tan olvidada y omitida, como todo lo que tiene que ver con los niños en este país. Entonces, la solución fue hacer pequeñas historias para estos niños, pequeños poemas sobre lo que estarían haciendo si estuvieran vivos… Para decir que no deberíamos haber llegado a la lista, nunca, en ningún caso.
L: La existencia de la lista en Kramp es distinta, porque M. está todo el rato haciendo testamentos y armando categorías de tiendas. Yo pensaba también la lista en relación a ese mundo de objetos que se va vaciando en la novela, a propósito de las nuevas formas de consumo…
Sí, esos negocios desaparecieron. Yo vi cómo desaparecieron. Desde Temuco hacia el sur –la ruta que tenía mi padre como vendedor– había unos tremendos carteles que se usaban para los analfabetos. Por ejemplo, había una ferretería que se llamaba “La olleta” y que tenía una olla. Había una farmacia, “El indio”, que tenía la imagen de un indio afuera. La ferretería “La paloma” tenía una paloma gigante. Los carteles eran súper visibles en las ciudades y empezaron a desaparecer. Claro, lo que desaparecía era el pequeño comercio, y fue muy notorio porque el cartel identificaba las calles, era “la calle de la olleta”. Kramp es la historia de esa desaparición, que finalmente se vuelve la historia del cariño entre el papá y la hija. Pero ella luego deja atrás a su papá. Para seguir su vida tiene que despedirse de él. En un momento, yo pensé en enfatizar más que la desaparición del afecto fuera la desaparición del catálogo. Se acabó el catálogo y se acabó nuestro cariño. Porque no sabemos en qué se sostiene el cariño de las personas, probablemente, haya cariños que se sostengan en un salero. No sabemos. Cuando terminamos con una pareja la pelea es siempre por una cosa totalmente insólita, no se debe a grandes cosas que se puedan explicar racionalmente. Creemos que tenemos el control, la explicación de nuestra historia, pero no es verdad. Y en ese escenario, tal vez los objetos tengan algo que decir.

La tristeza de las cosas (Amanuta, 2016)
L: Y esos objetos pueden ser precarios. Pienso en los intercambios de objetos en Kramp, como el papá que no puede pagarle a su hija pero le regala un maletín.
Los niños imitan esas cosas de los adultos, que son absurdas. Tal vez esa solemnidad del maletín de vendedor viajero, del terno, era súper ridícula. De hecho, se acabó. Mi papá me decía “si ahora saliera con corbata, me dirían “viejito”, entonces tuvo que modernizarse y ya no salir tan empaquetado. Antes, solo el fin de semana no usaba corbata.
L: Y en la misma novela, D. sale con los zapatos bien lustrados para vender sus productos, había una cosa como de amuleto en ese gesto…
Claro, pero hay un momento en que el niño ya no se compra el cuento del grande, y dice “estás arruinado: en realidad tus zapatos están viejos”. La conciencia de la ruina. Fue un oficio y un tiempo que se acabó. Ese tiempo se llevó los negocios, los oficios vinculados a esos negocios, se llevó un ritmo de vida porque, en ese entonces, teníamos más control sobre nuestro tiempo. Ahora no puedes estar toda la tarde conversando con el señor de la farmacia.
L: ¿Qué te contaba tu papá sobre el fin de esa era?
Él fue súper consciente. Yo creo que por eso a mí también me quedó tan grabada la desaparición de los carteles: “esto se va a acabar”, fue lo primero que dijo mi papá cuando fueron desapareciendo. Y con “esto” se refería a nuestro paisaje, nuestra forma de vivir hasta ese momento.
L: Hace poco fui con unos alumnos chicos a la Casa Museo “La Chascona” de Pablo Neruda y vimos un zapato gigante que, según nos contó un cuidador, era justamente uno de los carteles sureños que comentaste. Ellos estaban muy impresionados con ese zapato, y yo también porque, aunque ya lo había visto antes, no conocía su historia.
Yo creo que lo que a uno le llama la atención, si no conoce la historia, es la dimensión, porque un zapato grande implica que pudiera haber alguien grande que se lo pusiera. Es la cosa que los niños tienen con los duendes o los gigantes. La imaginación se les dispara. Mientras se es más pequeño más llama la atención el tema de la dimensión, de que pudiera haber otra vida.. “Esto es chiquitito. Ah, es de un duende”. Por eso en todas las culturas hay duendes, porque a uno le encanta imaginarse otras escalas, una ciudad chiquita… Es divertido.

La tristeza de las cosas (Amanuta, 2016)
J: ¿Cómo fue el proceso de ilustrar y crear La tristeza de las cosas?
El libro está basado en la Sala de los objetos de la Villa Grimaldi, donde hay objetos que los familiares llevaron y que pertenecían a quienes desaparecieron o murieron ahí. Hay una taza, una camisa, son ese tipo de objetos, no es que llevaran algo muy valioso. Por otro lado, Pep Carrió, el ilustrador, busca cosas perdidas, objetos que encuentra en la calle. Parte de su obra gira en torno a los objetos que va encontrando. Un día vi que Pep puso algo en Facebook y dije “hoy le voy a mandar estos textos”. Después compré un libro en Japón (porque uno se va encontrando con que en realidad lo que uno piensa no es tan loco) de Hiroshima contado por los objetos que sobrevivieron. Hay un vestido que habla de su dueña, un reloj que dice “todos los días hacíamos tal cosa”. Todos los objetos extrañan a su persona. Es impresionante porque te enfrentas a un vacío concreto. En realidad ver un objeto descontextualizado, ya no aquí sino que en un espacio en blanco, tiene otra carga. En esos traslados el significado de los objetos te lo da el contexto. Si yo limpio, traslado, esto ya me dice otra cosa. Entonces le pasé a Pep el texto y él hizo estas imágenes.

Mi cuaderno de haikus (Amanuta, 2017)
J: Hay una cosas que me llama la atención de tus libros cuando son ilustrados: el uso del recorte y el collage. A través de este procedimiento, tanto en el libro de Pep como en Mi cuaderno de Haikus (ilustrado por Leonor Pérez) sacan al objeto de su contexto para relocalizarlo y resignificarlo. ¿Cómo es el proceso con los ilustradores con quienes trabajas? ¿Llegas tú con el texto y ellos proponen una ilustración o van construyéndolos conjuntamente?
He aprendido –o deberÍa decir no he aprendido– que es un poco problemático proponer uno al ilustrador. En general las editoriales prefieren que uno llegue con el texto y ellos buscarlo. Pero como uno no siempre hace lo que es ideal… Hay proyectos que hago en conjunto, como La tristeza de las cosas, donde yo pensé que la sensibilidad objetual de Pep podía pegar. Las siluetas de estas imágenes son de fotos que él encontró abandonadas. Entonces las ilustraciones adquieren otro cariz. Hay un artista que fotografía las cosas que le quitan a los migrantes. Por ejemplo, la gente que lleva jabón. Uno ve una ruma de jabones que antes tuvieron un dueño y ya no, ves el despojo y es desolador. No va a ser usado, ya no va a cumplir la función para la que fue hecho. Quedó ahí abandonado. Yo puedo tratar de explicarle a un niño lo que significa la migración pero probablemente lo entienda mucho mejor mirando esa ruma de jabones que queda en el aeropuerto. A eso me refiero cuando digo que los objetos son elocuentes. Yo puedo engañar con un discurso si soy un poco hábil con la palabra, pero mis objetos no engañan.

El lenguaje de las cosas (Santillana, 2016)
L: Tú habías trabajado con él antes en…
El lenguaje de las cosas, sí. Ese fue un registro totalmente distinto.
L: Ayer encontré el catálogo ¿Con qué objeto? de la exposición sobre objetos que Pep hizo en España y es hermoso. Me imagino que, como dices tú, son cosas que encuentra.
Sí, él interviene fotos antiguas. Y ya te dicen otra cosa. La intervención tiene que ver con lo que hablábamos del desplazamiento de significados y de usos. Pep trabaja eso, es su proyecto y su material de reflexión, entonces es la dupla perfecta a la hora de trabajar temas explícitamente objetuales. Con los demás… La portada de Kramp por ejemplo se la pedí a una amiga que quiero mucho. No quería que la editorial propusiera un ilustrador que se tomara el trabajo como un encargo más. Yo quería que lo hiciera una persona que conociera un poco la historia.
L: Perdón por mi fijación con el carnet, pero ¿tú guardabas el carnet o se lo pediste a él?
El carnet lo tengo yo. No me acuerdo si lo devolví. Porque esa es la otra cosa, yo pierdo siempre las cosas. Las cosas valiosas las pierdo, valiosas en el sentido afectivo. Me acuerdo de un coral chiquitito que me regaló mi bisabuela. Ella siempre tenía un colgante con un coral rojo y yo le insistía “Ay que me gusta tu coral, que me gusta tu coral”, hasta que me lo regaló y lo perdí. O el reloj que me dieron para la graduación. Durante un tiempo, mi papá vendía lápices Scheaffer y tenía uno especialmente bonito que estaba tallado, yo lo molesté tanto que me lo regaló. Yo estaba como en primero o segundo medio. Lo perdí al otro día. Lo llevé al colegio y se me perdió.
J: ¿Y le contaste?
Sí, pero al tiempo.
L: ¿Y se enojó?
Es que ya sabe. Mi papá me regaló un collar cuando tenía 15, lo perdí. Estaba en una cajita junto a los aros de cuando era niña, una perlitas. Bueno, perdí la cajita. Tampoco es que tenga mucho apego a los objetos –salvo mi taza– no soy apegada porque me he cambiado tantas veces de casa y he perdido tantas cuestiones que ya no me amargo. No conservo la primera edición de mis libros, mi mamá lo tiene casi todo. Me preocupo de darle siempre uno a ella, pero hay libros que no tengo. No soy desordenada pero soy despistada, los regalo y no me doy cuenta.

El idioma secreto (Faktoría K, 2013)
L: Qué curioso eso, que tengas esta relación con los objetos cuando en tus obras pasa lo contrario. Bueno, no tienes por qué ser tú pero me llama la atención.
Es que es sin intención. Tal vez si tuviera espacio, una vida más organizada, tendría más cuidado. Pero es de pajarona. Lo que sí es que cuando chica yo tenía muchos juguetes. Mi papá me compraba muñecas, autitos, robots, entonces para mí eso de tener mil cositas chicas está relacionado a la infancia. Él hacía la broma de darme todos los días una de esas muñecas que tenían vestidos de un país. Y cuando aparecía yo, a modo de saludo, le preguntaba: ¿qué me trajiste hoy?. Creo que a mi mamá no le hacía tanta gracia…
L: ¿Porque fomentaba el materialismo?
Pero era un juego. Yo me subía por el chorro porque los niños son así, pero mi mamá, como buena mamá, era más de comprar cosas que duraran y fueran buenas, la ropa por ejemplo. No, mi papá me compraba cosas brillantes.
L: Hace poco me puse a investigar qué tan positivo es, cognitivamente, incentivar el coleccionismo en los niños y, claro, tiene esa parte materialista, pero por otro lado desarrollas la sensibilidad estética, el aprecio por las pequeñas cosas.
Es que con el tema del espacio que se va reduciendo en las ciudades, no te queda mucho para la colección. Hay un libro muy bonito que se llama La liebre de ojos de Ámbar de Edmund de Waal…
L: ¡Me encanta!
Es alucinante porque como él es ceramista su relación con esta colección de netsukes (pequeñas esculturas japonesas) y con otros objetos es desde el tacto, un sentido al que no estamos muy acostumbrados en la literatura.
L: Sí, ese libro es maravilloso. El año pasado estuve en Viena y estaba como loca tratando de ubicar el palacio donde había vivido la familia del autor. Lo encontré y no lo podía creer, porque muchas veces él reflexiona sobre la posibilidad de que esta colección de objetos tan pequeñitos habitara en este palacete tan grande. Se vincula mucho con lo que decías porque hoy en día eso ya no es un palacio. Está dividido en múltiples tiendas.
Acá mismo en Lastarria. Ahí se establece otra relación con los objetos. Heredar objetos, por ejemplo.
L: En esa novela ese es el caso
En La liebre de ojos de ámbar uno entiende la historia de un grupo de personas a través de sus objetos. Uno entiende la historia judía pero a través de cómo esta colección pasaba de un dueño a otro.

El idioma secreto (Faktoría K, 2013)
J: ¿Qué pasa cuando la crítica va por el lado de lo superficial? Para muchas personas, fijarse en los objetos implica no ahondar en temas como la política, procesos socio-culturales, lo espiritual. Es interesante ver cómo en tus libros al hablar y hacer hablar a los objetos no te quedas en lo superficial sino que profundizas en los afectos que ese objeto puede provocar y por lo tanto lo expones como un reflejo de relaciones humanas interpersonales.
Yo creo que en el caso de los niños, ser capaz de imaginarse algo a partir de un objeto resume lo potente que es la niñez. El tema de la imaginación, la libertad. Si me imagino que la lámpara puede hablar, todo el mundo se abre, todo es posible. Pero hay una edad en que ya eso no se permite. La imaginación queda en desventaja frente a otras formas de aprendizaje. Yo creo que en nuestras sociedades se valora mucho el intelecto, lo abstracto. Pero hay otras sociedades que no tienen esa relación con lo abstracto. Creo que por eso me llama tanto la atención Japón, lo estudio y voy cada vez que puedo. Para ellos el pensamiento abstracto llegó con Occidente. No tenían filosofía, tenían una estética, más que una forma de pensar desarrollaban una forma de observar. Ellos tienen, por ejemplo, la tradición de los listados como…
J: ¡El libro de la almohada!
¡Es tremendo ese libro! Listas y listas y entremedio copuchas de palacio. Siempre malinterpretan cuando digo esto, pero desconfío un poco del pensamiento abstracto y de las construcciones intelectuales. Yo disfruto el libro, el estudio sobre el libro ya no tanto. La otra vez conversé con una niña, una chilena que vive en Japón y que ha dedicado su vida a trabajar en el té. Esa conversación me dijo más que la mayoría de los ensayos con los que me he topado en el último tiempo.
J: Pero hay ensayos muy buenos que tienen que ver con este tema…
Me podrían recomendar.
J: Hace poco reseñamos el libro Parafernalia de Steven Connor. Es muy lindo porque no cuenta la historia de un objeto, sino que presenta asociaciones libres donde vincula su experiencia personal, obras literarias, cinematográficas y artísticas a la naturaleza y materialidad del mismo. Tiene un ensayo donde habla de la cinta adhesiva y la relación entre las personas y lo pegajoso. Dice algo que me parece precioso: ‘la infancia termina en el momento en que te importa estar pegajoso’.
Es que en la infancia no es necesario ver un duende para maravillarse. Se puede ver la ternura en la taza, en las cosas que uno tiene a mano. Porque si aprendemos a ver la ternura en eso no vamos a necesitar ver una princesa de cuento para conmovernos. Hay una corriente de la literatura infantil que tiene que ver con que no se necesita imaginar grandes escenarios imposibles, sino encantarnos con lo que ya está.
J: ¿Tienes algún ejemplo?
Me encanta Gianni Rodari, tiene cuentos de cómo la casa vuela al pueblo del lado pero siempre son cosas cotidianas, es tu casa, tu pueblo. O Sapo y Sepo de Arnold Lobel. Leí un ensayo hace poco—igual hay ensayos que encuentro buenos—sobre cómo Sendak y Lobel, a pesar de ser contemporáneos tenían diferencias fundamentales. Lobel siempre fue quitado de bulla, trataba de desaparecer, pasar desapercibido, tal vez por eso nadie ha hecho un gran estudio de su narrativa aunque todo el mundo ha leído Sapo y Sepo. Y ahí te encuentras con que las grandes aventuras de sus personajes son dar vuelta a la manzana, sus dilemas son acerca de comer o no galletas. En cambio Sendak es muy consciente de ser artista, sus personajes van a otros universos. Lobel tiene un cuento de un búho que quiere hacer té de lágrimas, y para ello se pone a llorar por todas las cosas, los objetos, que se han perdido.
J: Con esas historias te puedes relacionar atemporalmente…
¿Me como o no la galleta? ¿Salgo o no a dar una vuelta a la manzana? Son problemas, decisiones reales. Y tal vez la vida se trate de eso y no mucho más. A pesar de que nos guste creer que cada mañana nos despertamos en medio –y como protagonistas, obvio– de un tremendo y definitivo problema existencial… Como decía el viejito zen cuando sus discípulos le preguntaban cuál era el camino a la iluminación: “cuando como, como y cuando duermo, duermo”. Creo que Lobel era como ese viejito.