por María José Ferrada
Escritora
Esta colección es involuntaria.
Los objetos que pertenecen a ella han sido apilados solo para crear una ilusión de conjunto, pero su soledad es irreparable.
Peinetas. Billeteras. Jabones. Ediciones de bolsillo del Nuevo Testamento. Tubos de pasta de dientes. Cucharas. Tenedores. Audífonos. Mochilas. Carretillas de hilo. Agujas. Se quedan en la frontera y arman una nueva lejanía.
Una segunda, una tercera frontera. Plástica. De papel.
Una frontera de peltre.
Pensemos en una torre de peinetas, por ejemplo.
Elijamos una y escuchemos su pequeño idioma de filamentos.
“El sol se está poniendo, ay! ay! estoy llorando, así como llora un niño. Eso cantaba mientras se hacía la trenza. Cada día. El sol se está poniendo, ay! ay! estoy llorando, así como llora un niño”.
Tomemos ahora ese vacío con forma de peineta. Depositémoslo sobre un fondo celeste y con hilo blanco unámoslo a un segundo, a un tercer, a un cuarto vacío hasta formar un pañuelo, una bandera de restos.
Audífonos. Es ahora el turno de los audífonos.
Agarremos ese montón de cables y hagamos con ellos una carretera por la que solo transitará ruido blanco.
«Caracoles. Dos oídos.
En qué rayo de sol se quedaron enredados, que no vuelven.
Un bolsillo también es una casa. Pero esta casa ya no tiene país.
Caracoles. Dos oídos. Se quedaron enredados, no vuelven”.
Continuemos.
Tomemos cada uno de esos cables y tejamos con ellos una telaraña. Atrapemos insectos, su belleza desesperante. Dejemos que caigan uno a uno.
No. No hagamos nada por detener ese desastre.
Mochilas.
Miremos, por último, el muro de mochilas.
y recordemos que todas las paredes de esta historia –paredes de tela, paredes de cable– pertenecen a una casa que en este momento se deshace.
“El camino a la escuela.
El camino a la fábrica.
Es el mismo camino que ahora cruza el desierto.
Y yo no supe. Yo no supe pero me despedía”.
El muro de mochilas es un muro infranqueable y va desde el camino hacia la noche. Una noche oscura que es también una boca de lobo, un agujero.
Dibujemos ahora en el suelo –con tiza– una última frontera, un vacío con forma de espalda. Y un pájaro. Un pájaro que asumirá el papel de testigo y se instalará en el centro del dibujo para recordarlo todo:
Peinetas. Billeteras. Jabones. Ediciones de bolsillo del nuevo testamento. Tubos de pasta de dientes. Cucharas. Tenedores. Audífonos. Mochilas. Carretillas de hilo. Agujas . Se quedan en la frontera y arman una nueva lejanía.
¿Cuánto tardará la imagen en desdibujarse?
¿En volverse desierto?
Peinetas. Billeteras. Jabones. Ediciones de bolsillo del nuevo testamento. Tubos de pasta de dientes. Cucharas. Tenedores. Audífonos. Mochilas. Carretillas de hilo. Agujas .
Y velas. Velas que encender por cada uno de los objetos de esta colección involuntaria. Que iluminen el mapa hasta quemarlo.
Texto inspirado en “El Sueño Americano”, proyecto del fotógrafo estadounidense Tom Kiefer, en el que documenta los objetos personales y enseres de los migrantes y contrabandistas detenidos cerca la frontera Arizona / México por agentes de la Patrulla Fronteriza, que posteriormente fueron incautados y entregados a un centro de Aduanas de EE.UU. en el sur de Arizona; y en el muro de mochilas abandonadas por los inmigrantes que atravesaron el desierto de Sonora para llegar a Estados Unidos, fotografiadas por Richard Barnes, para la muestra “Estado de excepción”.