por María José Ferrada
Escritora
El corazón de este reloj es un disco dentado, un pequeño platillo que sostiene el eje de la tierra. Y esta es una historia que comenzará por su final: nada de lo que suceda en ella será reparado. Ni la tierra ni las manillas del reloj ni esta ciudad.
Pero falta para eso. Treinta y cuatro años para ser exactos. Ni un minuto más ni uno menos. Y un padre espera el nacimiento de su hijo. Son las 8:15 cuando le avisan que el primogénito es un varón. El padre. El padre mira por la ventana. No es otoño, pero la hoja de un ciprés se desprende y cae a la tierra emitiendo un leve quejido. No es otoño, no. Es agosto, verano, 1911.
El corazón de un hombre es un nido. Ramas, venas, que forman un entramado improbable. Una estructura con forma ahuecada capaz de sostener a un niño. Y esta historia. Esta historia comenzará por su final. Había una vez: un corazón, un mecanismo. Las manillas, los brazos, los números de un reloj que será un regalo. Porque el niño crecerá. Irá a la escuela, trabajará. Y el reloj será un regalo. Pero falta, falta aún para eso. Treinta años para ser exactos. Ni un minuto más ni uno menos. Por el momento el niño pasea de la mano de la madre. Los pájaros cruzan el cielo y de su garganta brota un hilo, que sostiene el eje de la tierra. La mano de la madre cubre la mano tibia del niño. Es agosto, verano, 1915.
El corazón de una madre es una cavidad, una luz blanca. Y esta historia comenzará por su final: el corazón, la mano, la voz de la madre. Todo será quebrado.
El tiempo. El tiempo avanza porque así lo dicta este reloj. Este y todos los que seguirán su marcha. Porque el tiempo avanzará. Aunque una madre, un padre, una ciudad, quieran que se detenga. Todos los relojes seguirán su marcha. No. No. No los de esta ciudad.
Pero falta para eso y el reloj brilla en la vitrina de una tienda. El niño que ya es adulto entra a buscarlo. Su regalo es el sol, una máquina encargada del tiempo. Las hojas del ciprés. El hilo que brota de la garganta de los pájaros. Todo tirita suspendido de sus dos manillas. El reloj brilla y esta escena, esta escena se repetirá. Porque este reloj será testigo. Este reloj será llamado a declarar.
El padre recibe el regalo y lo guarda en el bolsillo de su pantalón. Esa noche duerme, sueña con una habitación de paredes blancas. Doce números se proyectan en la pared, se deforman, resbalan. Despierta. Ya ha llegado la mañana cuando despierta y recuerda el regalo, el niño que ya es un hombre. La madre. Son las 8:15 y es agosto. 1932. Durante trece años el reloj, el sol lo acompañará. Ni un minuto más, ni uno menos.
El corazón del hombre es un ovillo negro, un mapa que se destruye con fuego. Y el fuego caerá sobre esta ciudad. Agosto, 1945. 8:15. Oh Little boy. Oh Babel. Tres metros de longitud, cuatro toneladas de núcleos atómicos. Y uranio. Eso es lo que se necesita para reducir a sombra el corazón de un hombre. Y esta ciudad.
Silencio. Silencio y la caída de la primera estructura. Luego lo demás.
¿Aquí?
Aquí donde todo es mancha, aquí donde ahora cae una lluvia negra hubo una vez un ciprés. Pájaros. Oh Little boy, hubo un padre, una madre –la tibieza de su mano–, un hijo.
Y un reloj.
Un reloj es lo único que queda. Su pequeño corazón es ahora un mecanismo agonizante, los restos de un insecto dorado que caminó por la corteza de la tierra un millón de años atrás. Dios.
Este reloj ha sido llamado. Ha sido llamado a testificar. Y llora, llora, llora.
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Relato inspirado en el reloj de Kengo Nikawa, que se encuentra en el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima. Según la explicación que lo acompaña, su dueño tenía 59 años de edad y al momento de la explosión de la bomba atómica -que fue lanzada sobre la ciudad a las 8:15 del 06 de agosto de 1945- estaba en un puente a 1.640 metros del hipocentro. La explosión lo arrojó hacia el río y sufrió quemaduras graves en el hombro, la espalda y la cabeza. Herido, logró huir a casa de unos parientes en los suburbios de la ciudad, pero a pesar de que su familia cuidó de él, murió el 22 de agosto del mismo año. Este reloj de bolsillo era un obsequio de su hijo mayor Kazuo, y Kengo lo llevaba siempre con él.
Según se muestra en el mismo museo, fueron muchos los relojes que se detuvieron al momento de la explosión.