por Macarena Mallea
Magíster (c) en Literatura, Universidad de Chile / Librera en Librería Lolita y editora en Lolita editores [1]
Julio Riquelme Ramírez se perdió durante un viaje en tren entre Chillán e Iquique en 1956. Iba al bautizo de uno de sus nietos, donde oficiaría como padrino, ya que se llamaría igual que él, pero a Iquique solo llegó una canasta de mimbre en la que Riquelme llevaba su cocaví para un viaje de cuatro días y cuatro noches. En 1999, 43 años después, se publica la noticia de que han encontrado un cuerpo en medio del Desierto de Atacama, con los huesos blancos-blancos de frente al sol y se comprueba, gracias a los objetos que lo acompañan, que es Julio Riquelme. Primero piensan que corresponde a un detenido desaparecido durante la época de la dictadura en Chile, pero luego comprenden que este hombre desapareció mucho tiempo antes del Golpe de Estado. Solo en ese momento, el hijo de Riquelme comprende que su padre no los abandonó, que tal vez tuvo un accidente durante el viaje, que se cayó del tren y se perdió en la pampa. En otras palabras, se empampó.
La primera vez que oí hablar de El empampado Riquelme fue en un curso de literatura, en 2015, que compartimos con Antonia Mouat, aquí presente, a quien aún no conocía. En ese curso, el profesor Ignacio Álvarez nos dio una lista de libros para trabajar a lo largo del semestre, en la que se detallaba El empampado Riquelme. Debo confesar, con algo de temor y vergüenza, que no fue precisamente ese semestre cuando leí el libro. El día de la clase, me quedé en silencio y escuché atenta los comentarios de mis compañeros que sí lo habían leído, entre ellos Antonia. Los vi entusiasmados por la historia de Riquelme, un hombre que hacía varios años se había perdido en el desierto, se había empampado, y cuando nadie lo buscaba, sus huesos aparecieron a pleno sol. También escuché, entre las acotaciones, lecturas e interpretaciones atravesadas por teorías literarias, restricción que hoy en día agradezco no haber hecho con este libro.
Recuerdo ese día después de la clase, caminando hacia la micro y pensando en el empampado, en por qué había escogido otros libros para leer y no ese. Luego, la historia de Riquelme me comenzó a pesar, sentía la constante deuda de no haberlo leído y de no haber entrado en diálogo con mi profesor y mis compañeros en esa clase. Debo decir que esa deuda se saldó mucho tiempo después, cuando ya conocía a Antonia, a Francisco, a Lolita Editores.
La nueva edición de El empampado Riquelme llegó a mí a comienzos de este año, y digo que llegó a mí porque si bien había adquirido la edición de 2012 de Lolita Editores, aún no la había leído. Recién entonces, me encontré o me reencontré de alguna manera con este libro que fue deuda en mis listas de lectura por varios años, cuando tuve la labor de leerlo como manuscrito para su nueva edición.
Lo que me ocurrió con la historia misma de Riquelme fue una cosa; lo que me pasó con esta edición en particular fue otra, y quiero referirme a las dos porque siento que ambos aspectos merecen ser leídos por igual. Apenas comencé a leer este libro no fue fácil soltarlo, me quedé leyendo en silencio hasta más tarde que de costumbre, hasta que me ganó el sueño del día. Recién había completado la lectura de la primera parte cuando necesité un descanso, también me sentía un poco angustiada por las imágenes descritas, conmovida por la historia misma. No quise ver las fotografías sino hasta el día siguiente, cuando lo retomé temprano en la mañana y, en esa segunda tanda, lo terminé. Apenas cerré el libro, tuve la necesidad de comentarlo con Andrés. Sentía que en El empampado Riquelme hay una historia de la que se puede decir mucho, pero, al mismo tiempo, ordenar las sensaciones luego de la lectura es complejo, muy complejo.
Luego hablé con mis padres, quienes tenían la historia de Riquelme casi tan fresca como yo, que recién la estaba conociendo. Mis papás la recuerdan de cuando salió publicada en la Revista del Domingo hace ya varios años. Conversamos sobre el empampado, sobre lo increíble que fue su hallazgo y sobre todos los relatos y las voces que contribuyen a dilucidar la razón por la cual Riquelme se bajó de ese tren que lo llevaría a encontrarse con su familia en el norte. Hablamos de los viajes en tren, de esa vez que con mi mamá y dos de mis hermanos viajamos a Concepción a ver a una tía en unas vacaciones de verano a fines de los años 90. Ahora me emociona pensar en ese trayecto en particular, que recuerdo tan nítidamente, como si hubiese sido hace un par de temporadas, cuando en realidad han pasado casi veinte años.

Objetos de Julio Riquelme. Fotografía de Héctor Yáñez.
Me pregunto ahora por qué me conmueve tanto este libro, los objetos de Riquelme que aparecen junto a su hallazgo en el desierto. Pienso también en cómo la historia de un hombre que es encontrado en el desierto más de cuarenta años después de su desaparición puede provocar que resurjan recuerdos, conversaciones, historias familiares, aun cuando su familia lo había olvidado, aun cuando sus más cercanos decidieron no buscarlo.

Objetos de Julio Riquelme. Fotografía de Héctor Yáñez.
Me detengo en las palabras de Mouat en el libro, cuando Gina, la vidente, le pregunta por qué Riquelme, por qué esta historia. Palabras en las que encuentro consuelo:
Tengo una fijación, no sé muy bien por qué, con los perdidos, con los que desaparecen y no dejan huella, con aquellos sujetos que escriben con sus vidas una historia mínima que apenas alcanza a tocar a los pocos que están cerca suyo, con suerte su familia, sus amantes y sus escasos amigos; seres humanos que parecieran no afectar a nadie más en ese planeta y cuyo destino no interesa socialmente. Ellos hablan a veces con más fuerza que ningún otro de la condición humana: por su fragilidad explícita, por la mayor libertad que solemos tener para saber cómo viven, porque viven sin mucho que ganar y casi siempre acaban perdiendo (122).
Gracias al libro, también entra la reflexión de por qué se olvidan estas historias mínimas, o más bien a estos sujetos que de un día a otro dejaron de estar:
El alma humana es vacilante, contradictoria: si nadie te apura, si puedes seguir levantándote tranquilo en la mañana para hacer tus cosas, si tienes rabia porque te sentías abandonado, si la desaparición de un miembro de la familia o un compañero de trabajo no te quita el sueño, si la vida continúa y no nos deja pegados en el recuerdo, es más fácil olvidar. Y eso ocurrió con Riquelme: los que tenían que recordarlo lo olvidaron, y el resto se sumó al silencio. Hasta que sus huesos aparecieron y nos quedaron mirando a los ojos (32-33).
La aparición de los huesos de Riquelme hace resurgir la historia de su familia, el momento en que lo fueron a buscar a la estación de trenes ese domingo de 1956 y solo recibieron la canasta de mimbre en la que llevaba su merienda para el viaje. Me conmueven los objetos, ya fuera de su tiempo, sin uso ni dueño, pero que, no obstante, permiten encontrar y reconocer a Riquelme, son los que hablan de su historia más de cuarenta años después de su desaparición:
Riquelme mantuvo la dignidad de su estampa y llevó consigo durante su andar en el desierto la totalidad de sus cosas: su abrigo plomo de tweed, una peineta rosada pequeña, un pañuelo pardo claro con listado de color rojo y azul cuadriculado, un destapador de botellas un cortaplumas, un juego de llaves, un reloj marca Urbina, una lapicera Parker, anteojos, un anillo con sus iniciales, una billetera café, dinero, sus documentos, tarjetas de bautizo, una foto de su hija Marta junto a uno de sus nietos, una foto de su cuñada Lidia, jeans azules, cinturón, camisa blanca, calzoncillos largos blancos, calcetines de hilo color crema, zapatos elegantes con cordones de gamuza color azul con verde (el derecho reparado en la suela), y, por supuesto, un sombrero de cuero negro, de ala redonda y sin marca, acaso el más simbólico de los sombreros del mundo (35).

Etiqueta del abrigo de tweed de Julio Riquelme. Fotografía de Héctor Yáñez.
Pienso mucho en la peineta de plástico rosada, sinceramente no sé por qué. Me detengo en esa peineta, en su lapicera Parker, en la canasta de mimbre en que Riquelme llevaba su cocaví, en el sombrero de ala ancha que su esqueleto sostuvo por décadas en medio del desierto. Las imágenes de esos objetos se me quedan dando vueltas, las busco en las fotos en la sección dos de esta edición y no las encuentro todas, así que las rastreo en el texto mismo.
Me quedo pegada hasta que logro salir de mi obsesivo afán gracias a la tercera parte de este libro: todo lo que ocurre “Después de El empampado Riquelme”. Encuentro consuelo, nuevamente, en esos relatos, en las distintas perspectivas de mirar y comprender la historia de Riquelme, que me permiten ampliar las posibilidades de lectura de este libro y desprenderme de las imágenes de esos objetos por un tiempo, solo por un tiempo. Esta sección me permite descansar en las lecturas de otras personas, quienes contribuyen en la construcción de un relato abierto, polifónico y a la vez conciliador. Todas estas voces nos permiten, como lectores, darnos cuenta de nuestra sensación de sentirnos afectados por la historia, por el libro mismo, y en esas interpretaciones, en esos aportes, es posible encontrar un espacio donde la lectura propia también entra y dialoga con las demás.

Julio Riquelme y su esposa Celinda Chávez, c. 1923.
Creo que de eso se trata, de conocer la historia de Riquelme, reconocer el olvido pero también disfrutar del reencuentro y todos hacernos un poco cargo de ellos, a ver si entre todos, en tanto lectores, podemos hacer de nuestra vida un poco más feliz, más en armonía con el otro. Francisco Mouat abre el libro señalando que jamás olvidará la tarde en que estaba revisando el diario y leyó una breve noticia con el hallazgo del cuerpo de Julio Riquelme en el desierto, yo, por mi parte, jamás olvidaré la noche en que leí y me acerqué por primera vez a El empampado Riquelme.
[1] Este texto fue leído el día martes 7 de agosto de 2018, en la presentación de la nueva edición de El empampado Riquelme de Francisco Mouat (Santiago: Lolita Editores, 2018), en la Librería Lolita.