Relatos

Crónicas de objetos y muerte

por CECLI

a nuestros amigos, amantes, seres queridos y sus objetos

Esta semana recordamos a nuestros y a otros muertos a través de crónicas más o menos intrigantes que les han ocurrido al equipo del Centro de Cosas Lindas e Inútiles con fotografías, libros, porcelanas, centros de mesas y tantos otros objetos que alguna vez pertenecieron a alguien y hoy caen en nuestras manos, por error, afecto o fascinación. ¡Los invitamos a leer!

Relato de familia

por Francisco Castillo

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Cuando niño yo era un «hurguete» y es que hurguetear era por excelencia mi actividad favorita en casa. Debo ese título a mi anciana nana, y tercera abuela al fin y al cabo, quien acuñó así, con poca amabilidad pero certeramente, mis innatas experiencias exploratorias en el universo de la curiosidad. Centinela de las áreas restringidas de la casa, era ella quién siempre me descubría en completa clandestinidad de cabeza en las fascinantes pertenecías de mi abuela, quien absorta en sus lecturas como cada mañana, me dejaba un tentador espacio de tiempo para escabullirme a dar rienda suelta a la curiosidad incontenible que me producían los extraordinarios objetos y recuerdos familiares que custodiaba en su dormitorio: mi gabinete de curiosidades y archivo familiar. La mayoría de las veces fui descubierto,  no era difícil dado que se me pasaban las horas analizando febril los inagotables y antiguos hallazgos. Eso desencadenaba por supuesto un repetido proceso con mi abuela que consistía en el debido llamado de atención, o castigo dependiendo de la gravedad de la intromisión, las disculpas exigidas, y finalmente una estimulante entrevista en la que me explicaba el origen, la data y los significados de los hallazgos, como si me confirmara que en temas de curiosidad era mejor pedir perdón que permiso.

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Así fue como en una oportunidad, la exploración de un hermoso y cautivador secretaire lleno de cajoncitos,  me llevaría a aproximarme por primera vez a la muerte y de una forma muy peculiar. El hallazgo fue una pequeña caja de cartón llena de tarjetas y documentos de fines del siglo XIX y comienzos del XX, eran antiguos certificados de defunción, cartas de condolencias, y tarjetas de agradecimiento o recuerdo de los funerales de los mismos antepasados que en otras exploraciones secretas había conocido en aterciopelados álbumes de fotografías en sepia. La caja de los muertos, en efecto,  había resultado un hallazgo espectacular y macabro, en especial por las tarjetas de recuerdo, una manifestación material de una práctica social en torno al duelo, que si bien perdura en nuestros días, en nada se parecen a las de un siglo atrás. Éstas además de contener sentidos epitafios de sus vidas, plegarías por el eterno descanso de sus almas y dolorosa iconografía religiosa, identificaban al deudo con una fotografía de su persona, que podía ser en vida o post mortem, e inclusive algunos también poseían un mechón de su cabello, como si tratara de modestos relicarios de cartulina o metonimias de su persona. Mi impresión fue tal que ni siquiera esperé a ser delatado por hurguetear para interrumpir la lectura de mi abuela y llenarla de preguntas.

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Lo que yo no sabía cuando niño, ni tampoco mi abuela, en torno a la caja de los muertos es que me encontraba frente a lo que ahora, interiorizado en el mundo de los archivos, puedo distinguir claramente como una verdadera serie de documentos sobre defunciones familiares en el fondo de un archivo familiar. Una acumulación espontánea que hoy me permite observar e interpretar diversos significados, como las prácticas de sociabilidad en torno al duelo, o la asimilación de la muerte en el pasado, o los conjuntos de creencias y valores imperantes en un determinado contexto, pero especialmente, me permite evidenciar la apreciación que puede darle un grupo familiar a la muerte de sus miembros, manifestada en la acumulación y atesoramiento de su memoria material, y que posibilitara que un siglo más tarde la descubriera un niño hurguete que hoy recuerda a sus muertos.

Compra de ocasión

por Loreto Casanueva

El placer que siento cada vez que entro a esa tienda de cachivaches y artículos domésticos de segunda mano, que abrió hace no mucho en el centro de Santiago, es único. Los objetos que se acomodan sobre sus escaparates pueden cubrir toda clase de necesidades y asumir todo tipo de funciones, incluso unas que exceden su diseño original. Allí he adquirido teteras que luzco en cada once, otras que solo adornan mi cocina y algunas que bauticé como maceteros. Me gusta esa segunda vida de los objetos de segunda mano, como si renacieran con el mismo cuerpo, pero con otra personalidad. He contemplado con fruición la vitrina de esa tienda incluso cuando está cerrada. Eso me pasó el domingo 21 de octubre de 2018. Con Gonzalo salimos esa mañana, temprano como nunca, a pasear, creyéndonos turistas de nuestra propia ciudad. De vuelta a la casa, abandonando la ilusión de ser viajeros, preferimos el camino de siempre y pasamos por afuera de la tienda. Estaba cerrada, pero alcancé a divisar un objeto en la vitrina que de inmediato me atrajo: un contenedor mediano, con tapa, de color blanco. En su superficie tenía impreso el rostro de un payaso de rasgos femeninos que admiraba un ramo de lirios rosados. La pequeña vasija reposaba sobre una especie de pedestal de cuatro patas: cada una de ellas replicaba el mismo perfil del payaso. Los colores de la figura eran tenues, pasteles, preciosos. Alcancé a ver también una diminuta etiqueta blanca con el precio, pegada descuidadamente sobre la cerámica.

El lunes, apenas salí de hacer clases, volví a la tienda. Cuando me quedaban pocos pasos para llegar, sentí un leve desasosiego, tal vez temor de que el contenedor tuviera un nuevo dueño. Pero ahí seguía, inmutable y solo. Entré a la tienda a simular que miraba otras artículos, para disimular mi ansiedad: pensaba que la vasija se vería preciosa sobre mi mesita de arrimo color coral y que el pedestal era perfecto para sostener una tetera o una torta. Finalmente, le pedí a la vendedora que sacara el objeto de la vitrina porque quería comprarlo. Lo toqué, lo tomé, miré la base: ninguna inscripción, ninguna marca. Le pregunté si sabía qué era exactamente esta cosa tan bonita pero tan hermética, en tantos sentidos. «No tengo idea, pero es tan hermosa, tiene que llevársela». Asentí y pagué. Pasé a mi cafetería favorita del barrio: en una mano llevaba el café y en la otra la bolsa plástica con mi nueva adquisición. Cuando llegué a la casa pensé en lavar la vasija en la cocina, siguiendo el ritual de hospitalidad -y de cuidado conmigo misma- que le brindo a los objetos de segunda mano que se integran al elenco doméstico. Pero estaba cansada y quería tomarme el café, ya tibio, así que el contenedor se quedó ahí, entre tazas y platos pendientes de lavado. Por messenger le conté a mi amigo Manuel, anticuario infalible, que había comprado algo raro pero bello, que se lo mostraría en cuanto viniera a la casa.

Cuando Gonzalo llegó esa noche, después del trabajo, le conté la buena noticia: «¡compré la vasijita que vimos ayer!». «¿Dónde está?», me preguntó, inquieto. Lo llevé a la cocina y ahí se quedó varios minutos. Mientras, volví al sillón a sentarme. Gonzalo regresó a mi lado, lo noté nervioso. «Lore, ¿sabes qué es lo que compraste?». Fui sincera, le dije que no sabía, que la vendedora tampoco, pero que eso no me importaba nada porque era una cosa preciosa. Me llevó de vuelta a la cocina. Tomó la vasija y la agitó suavemente. Había algo adentro. Sonaba como polvo. El contenedor estaba cerrado, pero supimos que guardaba cenizas. «Es una ánfora», afirmó con seguridad. Casi me desplomé. Sentí desde pena hasta pánico. Cuando volví a mirar al payaso contemplando la flor imaginé que en la ánfora descansaban los restos de una niña, muerta quizás hace décadas. Llamé a Manuel, porque no sabíamos bien qué hacer. Nos recomendó devolver el objeto a la tienda. Yo habría querido hacerlo de inmediato, pero a esa hora ya estaba cerrada. Me sentí engañada. Me sentí culpable. ¿Cómo es que una ánfora, un objeto tan frágil como la ceniza y como la vida, arriba a una tienda de chucherías? ¿Acaso existen coleccionistas de ánforas? ¿Cómo un objeto tan solemne, que solo podría habitar altares y estar rodeado de fotografías de un difunto y sus recuerdos, convive con copas trizadas y platos polvorientos? ¿Cómo nadie me lo advirtió? ¿Cómo yo misma, embelesada tal vez por su forma, colores y belleza, no me di cuenta de que la vasija estaba completamente sellada para guardar algo que, por su delicadeza, no debía nunca salir de ahí? Pensé en deshacerme de ella, pensé en abandonarla en la calle. Pero habría sido injusto. Me acordé de un pasaje que hace pocos días había leído en un libro de Peter Manseau, sobre reliquias y huesos santos: «Comprendí que lo que estaba mirando no era sólo un qué, sino un quién«. En ese contenedor hubo, hay y habrá alguien. La ánfora y la niña llevan años solas, aunque son acompañadas temporalmente por productos – ahora me parecen indignos- que se venden rápido y otros que no seducen a nadie. Esa noche me desperté varias veces. A la mañana siguiente, Gonzalo fue a devolverlo. No tuvimos el valor de dejar la ánfora en nuestro hogar. El dueño de la tienda -que no estaba la tarde anterior- soltó una breve risa: «¡pero, claro, es una ánfora!». La vendedora no podía creerlo. Pienso que se sintió tan pasada a llevar como yo, como nosotros. Ella ni siquiera sabía qué era una ánfora ni mucho menos que en esa pequeña pieza de cerámica yacían las cenizas de una persona. Comprendió, muy tarde, que lo que estaba mirando no era sólo un qué, sino un quién.

El centro de mesa embrujado

por Manuel Alvarado

El acto de coleccionar antigüedades para los más esotéricos siempre trae aparejado el “riesgo” de hacernos llevar a nuestros hogares objetos cargados con energías maléficas o lisa y llanamente embrujados. Para ser honesto, pese al tiempo que llevo en contacto directo con cosas añosas y a mi pretendida racionalidad, no descarto del todo esta apreciación, pues como dice el viejo refrán –muchas veces repetido por mi abuela–, “no creo en brujas, pero caray que las hay”.  

Hace algunos años, a través de una plataforma virtual adquirí un llamativo centro de mesa alemán de comienzos de siglo XX, compuesto por un pedestal de metal plateado sobre el cual se posaba una delicada fuente de cristal tallada al ácido. El perfil del vendedor cibernético resultaba sumamente llamativo para un amante de las artes decorativas de hace una centuria atrás, ya que ofrecía una serie de objetos, desde servilleteros hasta muebles, que databan de dicho periodo, lo que me ha llevado a creer que en realidad se estaba vendiendo un conjunto de objetos recientemente heredados. La transacción se llevó a cabo sin mayores contratiempos durante una mañana de sábado. El vendedor, un hombre algo mayor, llegó a la hora y lugar pactados cruzando solamente un par de palabras conmigo antes de desaparecer raudo entre la multitud que se agolpaba en el metro. Los sucesos extraños comenzaron a ocurrir una vez que abordé el tren de regreso a casa con la compra bajo el brazo, pues éste frenó bruscamente en medio del túnel haciéndome perder el equilibrio hasta casi caer. Tras este evento que me dejó bastante nervioso, comencé a volverme torpe con las bolsas en que llevaba el centro de mesa, chocando con varios postes de luz en el camino. Antes de entrar a mi casa el paquete se volvió estrellar ahora contra las dos puertas que hay que cruzar, lo que hoy interpreto como una señal inequívoca de que ese objeto no quería quedarse conmigo. Sin embargo, el golpe final no llegó hasta el momento en el que quise instalarlo en el comedor principal, ya que mientras buscaba el tornillo necesario para ajustar el cristal sobre el pedestal, el primero, de manera inexplicable, se deslizó cayendo sobre la cubierta de la mesa y rompiéndose en cientos de pedazos.

Este hecho me dejó pasmado no solo porque el adorno que había esperado ansiosamente traer a mi casa se acaba de romper y quedar inutilizable, sino también por el modo en el que había ocurrido. En ese momento intenté recuperar todos los fragmentos del cristal malogrado con la remota esperanza de poder restaurarlo y recuperar parte de lo perdido. Finalmente, decidí deshacerme del centro de mesa en cuanto se presentara la oportunidad adecuada y así dejar atrás este curioso acontecimiento que, secretamente, me ha llevado desde entonces a darle una bienvenida simbólica a cada cosa linda e inútil que se incorpora a mi colección.

La caja de zapatos

por Marisol García Walls

Trabajé durante un año al lado de una librería de viejo en la Ciudad de México, la librería Jorge Cuesta. Muchas veces, después de comer, me gustaba darme una vuelta para ver si había llegado algo nuevo. A veces también cazaba ofertas, así que valía la pena hacer el viaje un par de veces por semana. En el paso peatonal, afuera de la entrada, ponían un librero con los ejemplares más baratos de la tienda. Éste tenía un atractivo especial para mí porque solía encontrar cosas interesantes: no tanto para leer, sino para recortar, intervenir, modificar. En este librero había también una caja de zapatos en la que se guardaban postales y fotografías viejas para la venta. Era mi parte favorita de la Librería Jorge Cuesta. Casi siempre salía con alguna foto, una postal o una carta. En una ocasión, que coincidió con movimientos en el personal de la librería, no encontré mi cajita. Le pregunté al nuevo empleado, un muchacho con la barba tatuada, si no la había visto. Me dijo que no, pero que en la parte de arriba había una caja enorme de donde podía mirar por si había algo que me interesara. Subí las escaleras con mucha emoción. Sentía que había alcanzado algo así como el Santo Grial de los objetos encontrados. En efecto, la caja era enorme. Estaba feliz. Hundí mis manos en ella. Esta fue la primera, inquietante, fotografía que saqué:

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Reloj de muñeca

por Javiera Barrientos G.

En su libro Donde crece el zafiro (Nascimento, 1948), la poeta chilena Olga Acevedo incluye un poema titulado “Viudez”. Me lo cruzo el día de tu cumpleaños mientras trabajo en el Archivo revisando libros publicados por mujeres durante la primera mitad del siglo pasado. Hubieras cumplido 44 años pero en lugar de celebrarte estoy sentada frente a un poema haciendo sentido de dos versos que me parten en dos. “Se ha despoblado de improviso el tiempo / como si nunca hubiera sido nada”, releo varias veces. Me detengo. Respiro hondo. Vuelvo a leer. Recuerdo esa sensación perfectamente. El momento en que el tiempo se despobló después de tu muerte. Lo recuerdo porque me parece ridículo que los relojes no se hayan detenido de improviso ese día para nunca volver a funcionar. Lo recuerdo y miro mi reloj de muñeca. Congelado. Es el último regalo de cumpleaños que me hiciste antes de morir y está detenido marcando cinco para las cinco hace poco más de tres años. El día en que se le gastó la pila no tuve corazón para ponerle una nueva y cuando me preguntan la hora me veo obligada a sacar el celular del bolsillo. Tampoco puedo dejar de usarlo. 

Vestir con las prendas de mis muertos se ha vuelto una rutina y un ritual. El chaleco de mi abuela Thessalia, la bufanda de la abuelita Julia, el libro del tío Luis Alberto, el bolso del abuelito Modesto, las tijeras del abuelo Sergio, tu ropa, tus libros, tu reloj de pulsera. Los objetos que te pertenecieron parecen guardar un secreto que compartimos: escucharon tu voz, sintieron tu olor y tocaron tu piel. Hay un episodio de la serie CSI:NY en el que Mac Taylor, el investigador principal, sostiene un monólogo con una mujer en coma en el que le cuenta que su esposa murió en los ataques a las torres gemelas el 9/11. Se deshizo de cada uno de los objetos que le pertenecían, le cuenta; no quiso guardar nada que pudiera recordarle que alguna vez fueron felices. Se deshizo de todo excepto de una cosa: una pelota de playa inflable. Recuerdo ver esa escena en la televisión de la casa de mi padres hace más de 10 años. Taylor regresa a casa después de un día de trabajo extenuante, abre la puerta del closet de entrada y saca una pelota de colores. Adentro de ella está lo último que le queda de su esposa muerta: su aliento. No puede desinflarla. En ella el tiempo se ha detenido. 

Del techo de nuestra casa cuelga un móvil de pececitos de colores que le regaló su mamá a la Javi antes de morir, mi amiga Gabriela no sabe qué hacer con las colecciones de objetos inútiles que su marido juntaba obsesivamente en peculiar orden cromático frente al televisor, recuerdo la sonrisa de Begoña al piropear su abrigo azul y contarme, como si se tratara de un secreto, que era de su madre. Los gestos de Constanza al mostrarme la colección de piedras de su hermano o la sonrisa triste de Paloma al releer las cartas de su mejor amigo de adolescencia, me recuerdan que no estoy sola. Trato de quererte de nuevo a través de ademanes que le otorgan una nueva humanidad a tus pertenencias: volver a ir al estadio con la camiseta que usabas cuando íbamos juntos a pesar del terror que me causa que algo pueda pasarle en el trayecto. La silla que uso a diario para sentarme a escribir tiene un sticker dymo con el nombre de mi abuelo: SERGIO BARRIENTOS S. Fue la silla que usó, imagino, para redactar cartas, leer el diario, rellenar crucigramas y pagar cuentas sentado en el secretaire esquinado al lado del comedor en su casa de la población Manso de Velasco en Rancagua. Me la regaló mi tía durante ese extraño momento en el que las cosas de los muertos se reparten entre familiares y amigos. Debe haber intuido que sentarme en ella siempre iba a ser un ritual, como hoy mientras te escribo. Los objetos de nuestros muertos son pequeñas cápsulas de tiempo, pienso. Son reliquias pero también amuletos. Nos protegen de la adversidad pero también del futuro. Después de tu muerte no he vuelto a darle cuerda al reloj. Tal vez venga siendo hora.