Nota

El libro y su objeto en ‘La edad del perro’ de Leonardo Sanhueza

por Angelo Alessio
Estudiante de Licenciatura en Literatura
Universidad Finis Terrae

«Vivir es pasar de un espacio a otro
haciendo lo posible para no golpearse»
Georges Perec

Es fácil pasar por alto los usos que puede tener un libro más allá de su lectura. Antes de empezar este semestre, creía haber pensado al libro como objeto de todas las formas posibles. Sin embargo, aún ignoraba varias posibilidades, como el libro-caja, tope de puerta, e incluso el libro como máscara para esconderse de alguien. Los tenía en mente, sí, seguramente los usé con ese fin en alguna ocasión, pero nunca pensé mucho en ello. Tuve uno de mis primeros libros gracias al deseo por el objeto y no por el contenido. Me lo ofreció mi abuela cuando notó que hojeaba la tapa. Lo acepté únicamente porque quería tenerlo. Nada más, tenerlo sobre mi escritorio y verlo de vez en cuando, tocar sus hojas, olerlo, leer un par de líneas y luego dejarlo en su lugar. Esta motivación aparentemente inusitada me hace pensar en el libro La edad del perro (2014), del escritor chileno Leonardo Sanhueza, específicamente cuando el protagonista encuentra una maleta en la bodega de su casa, la que guarda dieciséis libros que pasan a ser suyos por un deseo similar al mío.

La edad del perro portada

En La edad del perro se narra la vida de un niño, Leonardo, en el sur de Chile durante la dictadura militar. Vive con sus abuelos y madre, sabe muy poco de su padre y de lo que acontece en el país. Es una reflexión en torno a la memoria, a sus vacíos; espacios que buscan ser llenados con algo, con un sueño, una anécdota, la palabra de los adultos, la muerte, o con objetos (que nunca son solo eso).

Leonardo, en una de sus aventuras por el hogar, decide entrar a la bodega. Ahí encuentra varios objetos que pertenecieron a su padre, como una medalla en forma de cruz, un avión de plomo, banderines, ejemplares de las revistas Mecánica popular Pillán. No obstante, la enorme maleta con libros se lleva toda su atención. Mencioné dieciséis, pero habían muchos más. Lamentablemente, los ratones hicieron un agujero en la maleta y destruyeron todo a su paso. Aquí me gustaría detenerme un poco, solo para contar lo que los roedores llevaron a cabo de manera subrepticia con los libros: los túneles que hicieron en ellos parecían “laberintos, [llenos de] habitaciones o cámaras auxiliares, como esas historias llenas de bifurcaciones y cabos sueltos que, a pesar de ser inútiles, pertenecen al conjunto de manera férrea” (105). Y al final (o principio) de este laberinto, se encontraba una camada de nueve ratones. Con esto recuerdo a Perec y su reflexión en torno al espacio, al uso de todo lo que parece estático en el libro para crear un texto. En Especies de espacios (1974) juega con una escritura que se mueve como los ratones: hacia todos lados, usando cada parte de la página a su antojo, sin ninguna limitación. Es una metáfora bastante elocuente[1]: las ratas como una reescritura transgresora sobre la memoria (o la página) de Leonardo.

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Entonces, las ratas representan algunos usos para los libros que no son la lectura, y pueden ser pensados desde el ejercicio de Perec. Quizá estoy llevando al extremo la reflexión respecto al libro, pero me parece que es parte importante de la toma de conciencia del protagonista, un niño de 9 años, sobre el uso de estos objetos, y, por lo tanto, no quise dejar de lado este detalle. De modo que -y pensando una vez más en el escritor francés- los libros desarmados, hechos pedazos, aún tienen sentido como conjunto: un puzle. Perec, en La vida instrucciones de uso (1978), narra parte de la vida de los habitantes de un edificio, los que pasan sus días en habitaciones aparentemente independientes, pero que, al mirarlas con detención, articulan un todo que exige la participación del lector, el jugador del puzle. De esta manera, en La edad del perro, el protagonista, al narrar la anécdota de las ratas, está participando como jugador de puzle en el sentido que le da Perec. Está armando su memoria.

Para terminar el tema de los ratones –en el que me detuve más de la cuenta- he aquí una cita sobre la imagen que dejaron ante Leonardo aquellos intrusos: “me recordaron a esos libros que, en las películas de detectives o de misterio, sirven para guardar pistolas o pócimas letales”, y termina con una frase que podría servir de título para esta escena: “libros que no son libros, sino cajas para esconder el último recurso” (107). ¿Para qué quiere un libro un ratón? La respuesta es evidente: para todo menos leerlo.

Ahora quisiera volver a ese recuerdo que mencioné al principio: mi deseo por tener un libro. Hasta el día en que escribo esto no he leído el texto que me dio mi abuela. Está entre Los ojos del perro siberiano y La niña en la palomera, en la sección creada de forma natural para los libros del colegio. Aún no quiero leerlo, probablemente jamás lo haga, sobre todo porque forma parte de una colección sobre el Evangelio para cristianos, tema que abandoné “oficialmente” cuando dejé la catequesis a las dos semanas de haber empezado. Sin embargo, me gusta que esté ahí, la encuadernación no es la mejor y la portada es deprimente, pero me sigue gustando la posición que usa en el librero. Representa el primer libro que fue mío completamente, el resto conllevaba una obligación (como los que pedían en el colegio) que los ligaba a algo o alguien más. Este, por otro lado, respondió a mi deseo incipiente de poseer un objeto por sí mismo. Lo mismo sucedió con Leonardo, la misma sensación de propiedad con los libros que fueron de su padre: “En mis cosas siempre he percibido la huella perenne de quien las ha comprado . . .  porque los niños no tienen cosas propias. Por eso fue tan asombroso sentir esos libros como propios” (108). Así que se deshizo de las ratas y se quedó con su magno tesoro.

Hay en esto un atisbo de lo que significaban los libros previo a la invención de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV. En el texto Una historia de la lectura, Alberto Manguel menciona la importancia que le daban a estos objetos sus (no)lectores. Por ejemplo, los libros de horas en Europa eran un regalo habitual entre la nobleza por la belleza y singularidad en sus diseños (142-143). Se hacían a pedido de los clientes y según cuánto podían gastar, como “el hermoso libro de horas que se encargó para la boda de Ana de Bretaña en 1490 [y que] se hizo del tamaño de su mano” (143). Los libros que encontró Leonardo en la maleta no los mandaron a hacer para él, claro está, sin embargo, la sensación no es del todo distinta: un niño con espíritu de explorador se arma de valor para entrar en el único lugar de su casa al que no había accedido por miedo y encuentra un tesoro indirectamente heredado. De esta manera, los libros fueron importantes por sí mismos: para él estos eran “objetos exclusivos” (Manguel 145).

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Libro de Horas, Brujas, c. 1460-1475, manuscrito iluminado en pergamino, en latín.

También es importante tener en cuenta el lugar donde fueron hallados. Antiguamente,  “el tamaño de un libro, tanto si se trataba de un rollo como de un códice, determinaba la forma del lugar donde se guardaría. Los rollos se conservaban o bien en cajas de madera . . . o en estanterías con etiqueta a la vista, de modo que el libro fuera fácil de identificar” (142). Leonardo los halló en una maleta blanca en la bodega de su casa. Que hayan estado abandonados en ese lugar puede tener varias explicaciones, como que quien los guardó nunca tuvo la intención de leerlos, o que los estaba escondiendo, o quizá se olvidó de ellos. Pues sí, pasó un poco de las tres.

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Grabado copiado de un bajorrelieve mostrando un método para almacenar rollos en la Roma Antigua (imagen proveniente de Una historia de la lectura de Alberto Manguel)

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Caricatura de Gustave Doré ridiculizando la nueva moda europea de los libro de gran tamaño (imagen proveniente de Una historia de la lectura de Alberto Manguel)

Luego de llevarse consigo la maleta, la madre del protagonista le cuenta cómo llegaron esos libros a la casa: eran de la editorial Quimantú y su padre los salvó del fuego durante el golpe. En aquel momento, este le dijo: “Los estaban quemando y me dio no sé qué” (115). Entonces ella le pregunta qué hará con ellos, y este responde: “Ya se verá” (115). Hay dos puntos interesantes aquí. En primer lugar, los libros llegaron a la casa de Leonardo producto de un deseo distinto al de la lectura. Y, por último, que el tamaño de un libro no es lo único que determina la forma del lugar donde se guarda, recordando la cita de Manguel.

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Quema de libros en Chile, Nederlands Fotomuseum, courtesy Hollandse Hoogte, The Netherlands, UDP.

No sé si mi abuela, cuando me vio hojeando el libro, pensó que iba a leerlo o solo estaba haciendo espacio en el aparador de su pieza. Me da curiosidad saberlo, pero no creo que se acuerde. No importa. Lo que sí importa es que me sirvió para reflexionar en torno al libro como objeto, lo mismo que con Leonardo. Un refugio para las ratas, un objeto que merece ser salvado para el padre, y un tesoro para el protagonista. La edad del perro es un libro que permite ver las cosas -particularmente las del hogar- desde una perspectiva poco habitual. Y ¿quién mejor que un niño para mirar y usar los objetos de la manera más incorrecta posible?

Bibliografía

Manguel, Alberto. “Las formas del libro”. Una historia de la lectura. Buenos Aires: Siglo XXI, 2014, 139-161.

Perec, Georges. “La página”. Especies de espacios. Barcelona: Montesinos, 2001, 29-36.

—. La vida instrucciones de uso. Barcelona: Anagrama, 2010.

Sanhueza, Leonardo. La edad del perro. Santiago: Penguin Random House, 2016.


[1] A lo largo de la novela, las ratas, en efecto, forman parte de una metáfora constante. El protagonista vive más de una situación complicada por ellas, salen de los agujeros que conectan su casa con el exterior, ese lugar que parece una barrera impenetrable para un niño, su hogar, está, en realidad, plagada de roedores hambrientos. No es casual que destruyan objetos de la casa, justamente la fuente de mayor evocación para la memoria de Leonardo.