Nota

El espejo de bolsillo: belleza, tiempo y publicidad portátiles

por Loreto Casanueva
Editora CECLI

En el bolsillo de la dama, en la palma de la mano

Mientras Narciso se miraba en el agua, nosotros nos miramos en superficies tan variadas como pantallas de celulares y vitrinas. Pero el espejo de bolsillo es irreemplazable: su tamaño permite un encuentro íntimo y fiel con el propio rostro que ningún otro dispositivo puede ofrecer.

Entre el Medioevo y el Renacimiento, este tipo de espejos florecieron como una alternativa a, por ejemplo, los de cuerpo completo, cuyo costo podía ser tan alto como la pintura original de un gran artista. Esa es la razón por la que los espejos comienzan a enmarcarse, y los portátiles no han sido la excepción porque hasta hoy en día siguen sostenidos por una carcasa. Esa reminiscencia pictórica los protege de eventuales quiebres y, por supuesto, facilita su transporte a cualquier lugar. Con una cara de cristal o metal pulido, y la otra como funda protectora, el espejo de bolsillo es un artilugio que nos permite arreglarnos donde y cuando queramos. El tocador como espacio o pieza de mobiliario para el embellecimiento es una invención moderna, así que la existencia del espejo portátil ha facilitado esa tarea durante siglos.

Pero este objeto no solo se ha vinculado con la belleza. Desde su invención se le ha atribuido una función milagrosa. Es cosa de acordarse de las supersticiones que rodean su mal uso o el tipo de adivinación que puede hacerse con un espejo, la catoptromancia. La etimología revela que las palabras mirror y miracle están emparentadas gracias a su antepasado latino mirare, del que proviene no solo ‘mirar’ sino también ‘admirarse por algo’. En el antiguo mundo grecolatino, algunos espejos cuyo diámetro no superaba los 5 centímetros servían como ofrendas divinas o amuletos. En la época medieval, los peregrinos cristianos solían viajar con espejos portátiles para “captar” la imagen de un santo y llevarse consigo sus virtudes. Un precioso cuento anónimo japonés, “El espejo de Matsuyama”, relata el peculiar empleo que una adolescente le dio a ese objeto tan extraño en el mundo rural, pero absolutamente conocido en el urbano: un espejo redondo, de tersa superficie brillante y reverso ornamentado con flores y aves, en cuyo cristal creía ver la cara de su mamá recientemente fallecida, y no el suyo.

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Espejo de marfil, Falconing Party, Francia (París), c. 1330–1360. Alto: 9.5 cm.. Ancho:
9.5 cm. © The Metropolitan Museum of Art, New York.

En la Baja Edad Media, los amantes podían regalarse coronas floridas, joyas y poemas, pero también espejos redondos de marfil, que medían alrededor de 10 centímetros. Eran artículos de lujo que usaban tanto mujeres como hombres para embellecerse y recordar, a la vez, a sus seres amados. Como la ropa femenina no tenía bolsillos, podían llevarse colgados del cinturón o el bolso, convirtiéndose en preciados accesorios. A veces, incluso, tenían una perforación para ser colgados en la pared. Este tipo de espejo se relacionaba con los libros: en su carcasa superior llevaba tallada una escena proveniente de novelas de caballerías, como románticas cacerías en el bosque, o leyendas amorosas de moda, como Tristán e Isolda. En obras de la literatura cortesana de los siglos XII y XIII, como El romance de la rosa de Guillaume Lorris y Jean de Meun o el Tratado del amor cortés de Andrés el Capellán, se hizo común la representación de estos espejos, figurando como el artefacto codiciado por un personaje, la encarnación de una vanidad desenfrenada o el regalo amatorio perfecto.

Desde entonces, la industria no ha dejado de fabricar espejos, aplicando en su elaboración diversos avances materiales y tecnológicos. Abiertos, los espejos de bolsillo despliegan toda su utilidad y verdad. Cuando están cerrados, sus reversos exhiben el paisaje de una ciudad de ensueño o la foto de un grupo de música de culto, convirtiéndolos en cotidianas y pequeñas obras de arte que embellecen su entorno mientras embellecen a sus portadores pero, especialmente, a sus portadoras.

Un espejo del MODO: calendarios y piedras

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Espejo de bolsillo promocional, Joyería y relojería F.G. Rubio y cia., c. 1940, ø 5,7 cm. Museo del Objeto del Objeto, Ciudad de México.

Bajo la categoría “Artículos de promoción o para exhibición” del acervo del MODO se encuentra un verdadero tesoro. Se trata del espejo circular de bolsillo, nº de inventario 765, de 5,7 cm. de diámetro, objeto que publicita la firma de joyería y relojería F.G. Rubio y cia., cuya data es aproximadamente del año 1940. Mientras su reverso contiene la superficie reflectante, la cara anterior, de color negro, ostenta un calendario mineralógico: el círculo está dividido en doce espacios para cada uno de los meses del año, donde se sitúan la ilustración de la piedra preciosa correspondiente, su nombre y el sentimiento o estado atribuido a ella. Por ejemplo, el mes de mayo se marca con las iniciales “OCT” en color blanco, se ilustra un ópalo y bajo el dibujo se lee, en pequeñas letras de color blanco, primero, “ÓPALO”, y luego “ESPERANZA”. Cada espacio está dividido con una línea vertical con un detalle gráfico en la parte superior con forma de antorcha. Al centro del espejo hay un círculo de color blanco donde se entrega toda la información relativa al establecimiento comercial que promociona este espejo: “F.G. RUBIO Y CIA. JOYERIA Y RELOJERIA. AVENIDA MADERO 27-A MEXICO, D.F.-SAN FRANCISCO 107 GUADALAJARA, JAL.”.

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Espejo de bolsillo promocional con mango, Pashon, c. 1930, ø 5,9 cm. Alto: 11,2 cm. Museo del Objeto del Objeto, Ciudad de México.

A diferencia, por ejemplo, del peculiar espejo de bolsillo con mango que publicita los productos de belleza de la marca mexicana Pashon, que también forma parte del acervo del MODO- cuya cara anterior es protagonizada por una mujer estilizada a la luz del Art Nouveau, que sostiene un abanico de plumas en su mano derecha, escena circundada por la leyenda “Los productos ideales deseados por la dama elegante”, elementos visuales y textuales que nos permiten inferir su uso femenino-, este espejo-calendario no lleva impreso, aparantemente, ninguna seña de género. Ya sabemos que, aunque los hombres medievales portaron espejos de bolsillo y, probablemente, sus congéneres de épocas venideras también lo hicieron, este tipo de artilugios cosméticos han sido acarreados, guardados y lucidos más bien por ellas que por ellos.

Desde antiguo, las mujeres y los calendarios han mantenido una relación cómplice debido a la necesidad de, por ejemplo, registrar sus periodos menstruales. En la década de los 60, en el lago Eduardo, cerca de la frontera entre Uganda y la República del Congo, se encontró un misterioso artefacto bautizado como “Hueso de Ishango”, que tendría al menos 11.000 años de edad, aunque podría alcanzar incluso los 20.000. Se cree que este objeto es el calendario lunar más antiguo de la historia y que habría sido utilizado para contabilizar la duración y la recurrencia de los ciclos menstruales de una mujer, pero también pudo haber sido una herramienta útil para los agricultores. Hace algunos años, la etnomatemática Claudia Zaslavsky señaló que, además, existe un vínculo ineludible entre mujeres y agricultura pues, ante la cacería como ocupación preponderantemente masculina, ellas fueron las primeras campesinas, cuidando tanto de la fertilidad de la tierra como de la propia. Así, el calendario lunar podría haber cumplido un doble propósito: determinar la época propicia para tal o cual fase de la producción agrícola; computar los periodos y predecir los nacimientos de sus hijos. Muchos antropólogos y científicos, a partir de pruebas fehacientes, se niegan a aceptar que este artilugio haya sido un calendario menstrual, sobre todo porque el dinamismo del sistema reproductivo femenino y las implicancias de la ovulación recién fueron comprendidas durante el siglo XIX. Por otro lado, las mujeres de las sociedades no agrícolas solían embarazarse con más frecuencia, lo que derivaba en menos menstruaciones, por lo que la necesidad de llevar un registro no habría sido tan común. Pese al misterio que aún se cierne sobre este objeto, es prácticamente innegable la sintonía que ha existido desde siempre entre mujeres y calendarios. Me acuerdo de un pasaje de El caballero del León de Chrétien de Troyes, escrito en el siglo XII, en el que Laudina, una de sus protagonistas, lleva la cuenta de la larga ausencia de su esposo, un caballero que ha salido en busca de aventura. Su compañero es un improvisado calendario que ha dibujado sobre una pared.

Más evidente que esta especulación en torno a los calendarios -sobre todo los lunares- y las mujeres es el nexo entre ellas y las joyas. El espejo que nos convoca, como ya vimos, lleva impresa en una de sus superficies un calendario mineralógico. Este tipo de calendario habría nacido en los tiempos bíblicos, a la luz del famoso pectoral de Aaron, descrito en el libro del Éxodo, indumentaria imprescindible para su futuro sacerdocio. Esta prenda contenía 12 piedras dispuestas en 4 filas de 3: “en la primera fila había un sardio, un topacio y una esmeralda; en la segunda fila: un rubí, un zafiro y un diamante; en la tercera fila: un ópalo, una ágata y una amatista, y en la cuarta: un crisólito, un ónice y un jaspe. Todas ellas estaban engastadas en engarces de oro. Las piedras eran doce, correspondientes a los nombres de los hijos de Israel, grabadas con sus nombres como se graban los sellos, cada una con su nombre, conforme a las doce tribus” (Éxodo39:15-28). Sin embargo, desde tiempos aristotélicos, pasando por los siglos XII y XIII europeo y arábico, se cree que las piedras no solo representaban dichas comunidades, sino también los doce signos del zodiaco. En especial desde la publicación del Lapidario de Alfonso X, ha prevalecido la interpretación astral de los minerales. Esta, en general, relega el origen bíblico y patriarcal de las piedras natales, pues considera que hay una íntima conexión entre ellas y la telúrica sensibilidad femenina. En el prefacio del libro The Curious Lore of Precious Stones de George Frederick Kunz, publicado por primera vez en 1913, su autor confiesa que

our scientific knowledge of cause and effect may prevent us from accepting any of the fanciful notions of the physicians and astrologers of the olden time; nevertheless, the possession of a necklace or a ring adorned with brilliant diamonds, fair pearls, warm, glowing rubies, or celestial-hued sapphires will to-day make a woman’s heart beat faster and bring a blush of pleasure to her cheek (V-VI).

Los diamantes son los mejores amigos de la mujer, según Kunz, e incluso podría pensar que conmueven su corazón tanto como la contemplación de un ser amado: agitan el ánimo, provocan deleite. Su confesión no es subjetiva: se sostiene en una investigación de décadas, desarrollada entre libros, museos y grutas. Parece ser que la portadora ideal de un mineral precioso es la mujer, a juzgar por la infinidad de referencias a los usos y las prácticas femeninas en torno a las piedras. Esta idea encuentra un asidero en la división mineralógica propuesta según el sexo del portador o la portadora en el capítulo “Talismans and amulets”, gracias a los estudios que durante el siglo XVIII hizo el minerólogo italiano Giacinto Gimma. Por ejemplo, declara que el rubí, usado por un hombre, señala autoridad, nobleza y venganza, y que en una mujer representa orgullo, obstinación y arrogancia.

Casi 40 años antes de la publicación del libro de Kunz, la Baronesa Staffe, una escritora francesa dedicada a revelar los secretos de la toilette femenina, edita Los adornos femeninos: piedras preciosas, joyas, encajes, bordados, abanicos, de 1902 (obra que, por cierto, no es citada por Kunz). En su prólogo, la Baronesa hace una afirmación polémica: “la mujer debe embellecerse para idealizar la vida del hombre” (7). Más adelante, en el apartado dedicado a las piedras preciosas, “asunto femenino por excelencia” (15), sostiene que “no hay . . . una mujer, pobre ó rica. . . que no guste de oír hablar de esos cuerpos brillantes y sólidos formados lentamente sólo para constituir, al parecer, adornos espléndidos y duraderos (14). En este capítulo, la Baronesa se refiere a los calendarios mineralógicos, tópico omitido por Kunz. La autora hace una lista de los meses del año, acompañados del nombre de la piedra representativa, las que coinciden con las consignadas en el espejo de la joyería y relojería F.G. Rubio y Cia., salvo pequeñas excepciones. Según el estudio de la Baronesa, la piedra de febrero es la perla, pero asegura que los eslavos reformaron dicho calendario, concediendo la amatista para el segundo mes del año. En este punto de su libro, la autora reflexiona brevemente sobre la protección espiritual que brinda la piedra de nacimiento y el costo monetario de atesorar el lapidario anual. El apartado se cierra, sorpresivamente, con consejos dirigidos a hombres, por lo que podríamos intuir que pese a que el tema tratado es eminentemente femenino, ellos debieran estar en conocimiento de los deseos de sus corazones y cofres, para poder satisfacerlos como lo merecen:

“recomendamos á los caballeros que se crean autorizados para ofrecer regalos á una dama, que procuren siempre que forme parte de ellos la piedra consagrada al mes de su natalicio. Los enamorados deben tener presente el mismo consejo tratándose de la sortija de esponsales” (27).

El espejo del MODO es asombroso por muchísimos motivos. Sin duda, fue una jugada publicitaria interesante y bien documentada en una tradición mineral milenaria , al ofrecer un precioso souvenir que anuncia la compañía F.G. Rubio y Cia., un regalo que es, en sí mismo, una joya. El espejo se inviste de ese espíritu gracias al muestrario de piedras natales que lo corona. Se me figura como un espejo amuleto que, como un arcoiris, reúne no solo todos los colores de las piedras, sino todos sus poderes. Pero, además, atrayendo el rubro relojero de la marca mexicana, este objeto contiene uno de los dispositivos de medición del tiempo por excelencia y uno de los más fieles aliados de las mujeres, un calendario. A través de un artefacto omnipresente como lo es un espejo, de pequeñas dimensiones, diseñado para acomodarse en los bolsillos o las carteras, así como en las palmas de las manos, y provisto de imágenes hermosas, parece ser que la joyería y relojería F.G. Rubio y Cia. buscó fidelizar, quizás con cuánto éxito, a una clientela eminentemente femenina.


Este texto fue leído en el marco del conversatorio «Revisitar el acervo: género y cultura material» organizado por CECLI y el Museo del Objeto del Objeto, y realizado el día martes 21 de mayo de 2019 en Bunko Roma Condesa, Ciudad de México.