El sábado 23 de noviembre, nuestro amigo Felipe Castillo, más conocido como Feli, lanzó su encantador libro En la pieza del Feli. Catálogo al azar, editado por Baliza Estudio. Se trata de una publicación impresa en risografía, encuadernada a mano y con un tiraje de 100 ejemplares, que consiste en el registro ilustrado de la fascinante colección de juguetes y memorabilia de Feli. El lanzamiento fue la última actividad del evento Materiales de Lectura que organizó La oficina de la nada en Local Arte Contemporáneo, y que contó con una preciosa exposición de tema libresco, lecturas y performances.
Nuestras editoras Javiera Barrientos y Loreto Casanueva, junto con Felipe Cussen, integrante de La oficina de la nada, fueron invitadas a presentar el libro de Feli. Aquí les compartimos los textos que leyeron para la ocasión:
§ Había visto la pieza del Feli solo a través de fotografías. Hace algunos años, apareció en un reportaje sobre coleccionistas en la revista Paula, en la que también figuraba la colección de porcelanas de uno de los integrantes de CECLI, nuestro querido amigo Manuel Alvarado. En una de las fotos admiré, por primera vez, esa original reunión entre Snoopy, Candy, Mickey y otros personajes anónimos, que se disgregaban en forma de peluches, llaveros o accesorios, empinaban sobre muebles, colgaban de las paredes y reposaban incluso sobre su cama. Esa disposición aparente y exquisitamente caótica de sus juguetes me hizo pensar en la pieza del Feli como un gabinete de curiosidades o cámara de maravillas, esos pequeños muebles o espaciosas habitaciones que en la Europa de los siglos XVI y XVIII congregaban artefactos provenientes de la naturaleza y creados por mano humana -desde obras de arte a máquinas-, que tapizaban muros, suelos y techos, sin importar el orden. Por muy diferentes que fueran, todos tenían en común su bella rareza y su efecto de curiosidad.
Volví a recorrer con la mirada la pieza del Feli cuando nos hizo entrega de su catálogo al azar. En él, su colección despunta como la selección de algunos de sus juguetes, ilustrados preciosamente de cuerpo completo, y otras veces concentrados en un detallito. A diferencia de los catálogos tradicionales, en este libro no hay textos ni cédulas que indiquen de qué objeto se trata, cuál es su materialidad, cuándo se confeccionó, de dónde proviene. Esa intención me recuerda la intuición de los coleccionistas de gabinete, quienes se interesaban en una exhibición objetual más bien desprovista de palabras escritas. Si las palabras se hacían necesarias, se pronunciaban oralmente -por ejemplo, en una visita guiada- o se presentaban de manera muy breve y precisa en los catálogos. Las figuras coleccionadas por Feli -en general, zoomórficas-, hablan a través de coloridos trazos, esa es su voz.
Hojeando el encantador libro del Feli recordé otros dos, uno muy antiguo y otro muy reciente, que retratan especiales gabinetes de curiosidades. El primero es de Manfredo Settala, clérigo jesuíta que vivió entre 1600 y 1680 en Milán, quien amasó una colección de más de 3.000 ejemplares, en la que convivían animales disecados, minerales, plantas prensadas, relojes, muñecos autómatas, instrumentos ópticos y musicales, armas y prendas de vestir. Su gabinete era visitado diariamente por damas y caballeros curiosas y curiosos que se solían impactarse por la diversidad de fisonomías, orígenes, improntas, funcionalidades e inutilidades de las piezas exhibidas. Como otros grandes coleccionistas de su época, Settala pensaba que el catálogo no solo permitía inventariar sus objetos e individualizarlos respecto del conjunto sino, sobre todo, ofrecer un acceso remoto a la exposición a quienes no podían visitarla presencialmente. Fue así que se le ocurrió confeccionar un catálogo visual, conformado por siete volúmenes, en el que trabajaron numerosos ilustradores italianos. Cada hoja estaba íntegramente dedicada a un objeto particular, por ejemplo, un pez globo o un autómata con forma diabólica: su respectiva ilustración, pintada a color para replicar el objeto real, protagonizaba el folio, y bajo ella se leían pequeñas biografías inscritas por el mismo Settala.
El segundo libro del que me acordé es este, el catálogo de la exposición Momia de musaraña en un ataúd y otros tesoros, curada por la ilustradora Juman Malouf y el cineasta Wes Anderson, y alojada en el Museo de Historia del Arte de Viena entre noviembre de 2018 y abril de este año (por estos días se exhibe en la Fundación Prada de Milán). A través de los 7 capítulos que componen el catálogo, podemos visualizar las 7 salas que conformaron la muestra, una selección de más de 400 piezas del museo vienés y de su vecino Museo de Historia Natural, entre las que destacan objetos únicamente de color verde, miniaturas, contenedores e inquietantes retratos de niños, algunos de los cuales tienen más de 5.000 años de vida. La curatoría de Malouf y Anderson levanta un mundo que podría ser el hábitat de sus entrañables personajes. Una de las gracias del catálogo es que no solo contiene las fotografías de cada uno de los artefactos expuestos sino también algunas ilustraciones elaboradas por Juman. Estos dibujos tienen un fin práctico: como algunas de las piezas fueron tomadas prestadas de las exhibiciones permanentes de los museos, las ilustraciones las sustituyen mientras tanto. Pero creo también que es un modo de rendir tributo a los gabinetes de curiosidades y la tradición de sus catálogos visuales -como el de Settala-, inspiración que Malouf y Anderson han declarado de manera explícita. La mayoría de los objetos seleccionados por ellos jamás habían salido del depósito museográfico, probablemente, porque eran considerados extraños e insignificantes.
Recordé los catálogos de Settala y Malouf/Anderson contemplando En la pieza del Feli. Catálogo al azar por varias razones. Naturalmente, no conocí el de Settala porque no viví en el Renacimiento -aunque, a veces, pienso que alguna versión mía del pasado sí lo hizo- y, a pesar de que no he tenido la fortuna de tener en mis manos los catálogos de su colección, sus imágenes fotografiadas y digitalizadas me han dejado visitarla desde un tiempo lejano. Como no pude presenciar la exposición de Malouf y Anderson con mis propios ojos, encargué su catálogo para sentir que sí lo había hecho, para saludarla desde un espacio lejano.
Nunca he entrado a la pieza del Feli, pero siento que crucé el umbral de su puerta repasando las hojas de su libro y admirando los trazos de sus dibujos. Estaré esperando con ansias que me invite a su casa, al pequeño y especial museo montado en su habitación, tan digno de la inscripción que coronaba la puerta del gabinete de un afamado coleccionista del siglo XVII: “Detente aquí, viandante curioso, porque aquí verás un mundo en una casa . . . : un microcosmos o un compendio de cosas extrañas”.
por Loreto Casanueva
§ Entrar a un libro es, muchas veces, como entrar a una habitación. Un espacio a la vez privado y público que podemos recorrer de acuerdo a las instrucciones espaciales otorgadas por quien habita o diseña el espacio. Un libro, particularmente cuando se trata de aquellos que ordenan de un modo u otro el mundo referencial, es decir, repertorios, enciclopedias, diccionarios o catálogos, se presta para ser comprendido como una extensión de dos espacios: uno interno e interior: la mente, y otro externo, la casa—ambos utilizados reiterativamente como metáforas intercambiables desde textos como De memoria et reminscentia de Aristóteles.
No es trivial que la palabra que utilizamos para hablar de la superficie que ocupa la primera cara de un libro sea portada, del latín portus o pórtico que quiere decir puerta. La información que se incluía en las portadas al momento de su generalización en el mundo editorial del siglo XVI era, primero que todo, una etiqueta para encuadernadores y libreros, un sistema que permitía clasificarlos y reconocerlos unos de otros sin tener que abrir cada ejemplar. También, como nuestras portadas actuales, una invitación para el comprador o lector. Las portadillas solían estar decoradas con grabados de frontispicios, es decir, la parte delantera de edificios o muebles: figuras arquitectónicas complejas que revelaban sin tapujos la comprensión del libro como un recorrido espacial o como un contenedor de objetos o piezas coleccionables: joyas, flores, maravillas—de ahí lo que hoy conocemos como antologías, del griego selección o conjunto de flores. El libro En la pieza del Feli. Catálogo al azar tiene, en su portada, una puerta. Una puerta que imagino la puerta de su habitación. Una puerta semiabierta que nos invita a entrar y participar de su catálogo-casa; casa-museo; museo-memoria. Una puerta que abrimos y abrimos el libro, abrimos su colección y entramos, no solo a su casa, sino también a la manera en que él mismo revisa, recorre y habita su casa.
Como traza Lore, el catálogo tiene una historia gráficomaterial particular. Es un libro que contiene y ordena un conjunto de objetos, reales o imaginados, de acuerdo a criterios epistemológicos, y, también, por supuesto, gráficos. La relación entre gabinete y catálogo se nos revela precisamente a la luz del objeto coleccionado y el modo en que este se representa y ordena dentro de la colección. Existen dos grandes modelos de orden sistematizados para este tipo de libros ya en el Renacimiento: el orden motivado y el natural. El primero, implica asociar cada objeto a un conjunto que puede ser determinado a priori, lo que eruditos como Pedro Ramus en el siglo XVI o Manfredo Settala en el XVII llamaban lugares comunes, es decir, un repositorio de contenido (material o imaginado) desde donde extraer argumentos para confeccionar y adornar un discurso. O a posteriori, extraídos de categorías aristotélicas como materialidad, color, naturaleza, especie, etc. desprendidas del objeto mismo y no aplicadas a él—la clasificación usualmente utilizada en gabinetes de curiosidades, naturalia, artificialia y mirabilia, obedecía a esta última. Este tipo de orden solía estar vinculado a recorridos lineales o circulares que no eran nunca antojadizos. Requerían de pensar la colección o más particularmente, el libro, como un espacio secuencial que pudiese dar cuenta de un modo de asociación específico.
El orden natural, por otro lado, también llamado ordo neglectus o la ausencia de todo orden lógico, cuando utilizado para pensar en colecciones poéticas o referenciales, solía estar vinculado al azar editorial o a un tipo de desorden que no por serlo prevenía la concatenación de sentido. Este criterio obligaba a la creación de otro tipo de unidades que funcionaran en niveles distintos al del tema o capítulo: el lenguaje gráfico, el uso de la página o doblepágina como vitrina y la homogeneidad en las herramientas para hablar o explicar el objeto. ¿Cómo se ordena un catálogo al azar, una colección doméstica, un libro-casa? ¿Cómo se recorre?
En En la pieza del Feli nos encontramos con un libro que cumple con las características de un catálogo ordenado al azar. Ya sea porque sus piezas/juguetes fueron extraídas de modo aleatorio del conjunto total de su colección o que en sí mismas se nos presenten sin una relación necesaria entre sí, lo cierto es que cumplen con invitarnos a participar de un mundo no tan azaroso como pensamos. Me detendré, primero, en el lenguaje gráfico. No es difícil percatarse que el libro está dibujado con crayones o lápices de cera de distintos colores. No recuerdo bien la última vez que usé crayones pero de seguro fue de niña. Recuerdo la caja de lápices de 12 colores, la rapidez con que se gastaba la punta, la facilidad con que se quebraban los lápices y el brillo que dejaban sobre la hoja una vez utilizados. Recuerdo que podías utilizarlos de lado para pintar superficies extensas como el cielo o el mar, o de punta para pintar detalles más particulares. El uso del lápiz de cera y la paleta cromática que lo acompaña me parecen aciertos radicales. No sé si existe otro medio más cercano a la infancia para acompañar a sus juguetes y sugerir, del mismo modo, la idea de colección visual.
En segundo lugar, nos encontramos con el uso de la carilla o la página como unidad expositiva. Este está dado por dos signos gráficomateriales: primero, el espacio en blanco que rodea cada uno de los dibujos se manifiesta como sistema de enmarcado y segundo, la coincidencia cuartilla-objeto (y muchas veces doble-pagina objeto-acercamiento) nos permite, como lectores, recorrer el libro a nuestro antojo, sin una secuencialidad preestablecida—que se revela, además, en la ausencia de paratextos de navegación como índice o número de página. Esto no significa que no exista una secuencia pensada de antemano, sino que dicha secuencia se erige únicamente como una sugerencia, una invitación.
En último lugar, como bien señaló Lore en un comienzo, este es un catálogo libre de palabras, cédulas o cualquier tipo de texto explicativo. En su lugar tenemos el lenguaje visual del detalle, del acercamiento, del punto de vista rotativo, del encuadre y el montaje. En vez de explicarnos la proveniencia de las figuras de Doraemon, Babar y Miffy o su número dentro de un conjunto mayor, se nos entrega una explicación gráfica, una reiteración poética. La conversación que se produce entre soporte, objeto y lenguaje hacen de este catálogo lo que muchos catálogos visuales antiguos pretendieron: una fuente de invención, un repositorio de obras de arte, una forma de acceso a destiempo, un museo en miniatura.
El año 2004, la ilustradora argentina Marta Vicente ganó el premio A la orilla del viento del Fondo de Cultura Económica con su libro álbum La cajita. Aquí se nos cuenta la historia de un conjunto de juguetes y figuras de porcelana perfectamente conservadas dentro de una habitación gris azulada. Una de ellas, el perro Manchitas, recorre este cuarto abandonado de la casa observando a sus compañeros con quienes no puede jugar ni entablar un vínculo afectivo porque son, interpretamos como lectores, demasiado frágiles para ello. De pronto, esta estancia del color de las porcelanas chinas de la dinastía Ming o el patrón Willow inglés, se ve interrumpida por un objeto extraño, colorido, multiforme: una caja de cereal Copos miel. Incapaces de identificar qué tipo de objeto es, las piezas de porcelana rodean a la caja y comienzan a imaginar las múltiples formas que este objeto de un material maleable como es el cartón puede adquirir. La caja se transforma paulatinamente en un castillo, un robot, una ballena y un dragón, en la medida, por supuesto, que cada una de sus coloridas caras va sufriendo el vejamen del tiempo y la intervención humana: la rotura o ruptura de sus partes. De la mano de la transformación de la cajita, las figuras de porcelana comienzan a romperse, imitando el ejercicio, sufriendo el cambio y, por qué no, alegrándose en el camino de poder y aprender cómo jugar.
Vicente contrapone, sin querer queriendo, las materialidades de la colección museográfica (porcelana) y la colección doméstica (cartón, plástico, papel), la idea de vitrina—una habitación inasequible—a la de catálogo—una cajita de cartón multicolor; la del uso suspendido en el tiempo y la del objeto que por usarlo, rompemos. Si la metáfora que utilizaban los editores del siglo XVI para referirse a catálogos y repertorios era la del cofre o gabinete, como bien podemos testimoniar en los materiales prefásicos de libros del periodo, creo que ‘la cajita’ de Vicente funciona también para pensar la colección doméstica contemporánea y su catálogo al azar. Son, como lo demuestra el inventario del Feli, “refugios para soñar”, refugios para imaginar.
por Javiera Barrientos
§ Con el Feli nos unen muchas cosas: el nombre, un apellido que suena parecido, el afán coleccionista, el gusto por el pop, la admiración por Dick Bruna, la amistad de Panxi, la complicidad de Ratalia Espigadora, y un indisimulado amor por Javiera Mena. Sólo hay una gran diferencia: él sabe dibujar, y yo no tengo idea.
Ésta es la primera vez que me toca presentar un libro que prácticamente no tiene texto. Me encanta que sólo tenga un título y un colofón: cualquier otra explicación hubiera estado de más. Hay que agradecer, entonces, que a diferencia de la mayoría de los catálogos aquí no haya textos teóricos. Esa ausencia contrasta con el carácter explícito de este recuento: es al azar, no hay un interés por ordenar y clasificar los elementos que aquí se reúnen. Por eso, en la portada aparecen muchos de los juguetes aquí retratados agazapados tras una puerta, a punto de escapar. Pero al abrir el libro en cualquier página vuelven a la inmovilidad, como los juguetes de Toy Story cuando los miran. O como si esto fuera un insectario. Por eso aparecen muchos primeros planos, para mostrar los detalles de su anatomía plástica. Algunos de esos detalles parecen cortados, o borrosos.
Al observar con más atención uno puede fijarse en algunos detalles interesantes, que nos hablan de la concepción más completa de este libro. Las hojas de guarda incluyen algunas de las mismas figuras contenidas en el catálogo. El equivalente a la portadilla es una hoja roja, o más bien colorada (yo insisto en que el colorado es una especie de rojo más oscuro, aunque la Marcela, que lo sabe todo sobre colores, me dice que ese color no existe). Al centro está la única imagen que ocupa dos páginas contiguas. Y la contraportada pareciera ser el reverso de la puerta de entrada.
Porque esto es un libro pero a la vez es una pieza, la pieza del Feli. No sé si todos quienes están aquí han visitado alguna vez su pieza. Es un lugar mágico, delirante. Recuerdo la primera vez que fui, y el resultado fue apabullante. Todos los juguetes me llamaban la atención al mismo tiempo, y no sabía adónde mirar. Este catálogo permite una revisión más pausada, y propone un orden provisorio que, al igual que los juguetes de su pieza, va cambiando constantemente. Así como el historiador del arte Aby Warburg, que colocaba en distintas series los libros de su biblioteca, porque hacerlo significaba una manera distinta de pensar.
El acto de dibujarlos es, también, una nueva manera de leer, de interpretar estos juguetes. En algunos de ellos surgen rasgos más tenebrosos o burlescos que los de su superficie habitual. Así, les despoja su carácter comercial y se los apropia. Pero al mismo tiempo, el uso de un solo color por cada uno y la regularización de sus tamaños los hace similares, como si fueran todos la misma serie de una misma fábrica (la fábrica de la mente del Feli, por supuesto). Incluso, uno supondría que esos mismos juguetes también se podrían producir en serie. Es interesante seguir esta línea, pues permite establecer una relación con su exposición del año pasado en el Club Social de Artistas, en la que se optaba por la multiplicación interminable de sus famosos ositos en un papel mural.
Es inevitable, por cierto, que cuando pasemos las páginas de este libro trataremos de reconocer algunos de estos juguetes y chequear si formaron parte de nuestro inventario personal y de qué modo se corresponde o no con nuestro recuerdo. Eso me pasó, por ejemplo, con Miffy, que en la versión del Feli se ve menos circunspecta, quizás más melancólica, y me lleva a recordar las tapas de mi primer diario de vida, en los que escribí una visita al campo de mi abuela cuando apenas tenía unos 7 u 8 años. Ese mismo efecto es el que sucede cada vez que visito a mis sobrinos y los veo jugar con algunos algunos Lego o Fischer Price que alguna vez me pertenecieron.
Resulta extraño apelar al valor de la emotividad, de la belleza superflua, en estos días en que tantos exigen racionalidad y orden. La inocencia tiene un sabor distinto en estos días tan terribles. Pero la memoria de los juguetes también tiene marcas culturales e incluso políticas. Recuerdo que cuando visité la pieza del Feli, fui con una amiga que había crecido toda su infancia en la República Democrática Alemana, y no reconocía casi ninguno de estos juguetes que poblaron nuestra infancia cargada de imágenes norteamericanas. Incluso ahora me atreveré a citar a Walter Benjamin. Siempre le digo a mis alumnos que no hay que citar a Walter Benjamin por las puras, sólo para hacerse los inteligentes. Pero hay veces en que es inevitable, y ésta es una. La traigo porque creo que nos entregará una clave para comprender mejor por qué esta colección no debe leerse como un gesto infantil, sino como un gesto que nos apela en cuanto adultos: “Cuando el impulso de jugar repentinamente invade a un adulto, esto no significa recaída en la infancia. Por supuesto jugar siempre supone una liberación. Al jugar los niños, rodeados de un mundo de gigantes, crean uno pequeño que es el adecuado para ellos; en cambio el adulto, rodeado por la amenaza de lo real, le quita horror al mundo haciendo de él una copia reducida”. Este libro, que es su propia copia de estas copias, es una versión portátil de ese mundo, casi un misal de esta colección que el propio Feli definió una vez como un altar.
Muchos hemos visto en estos días su imagen con una multitud de ositos protestando con carteles en blanco, que tan bien representan a muchos que ya ni sabemos qué decir… Pero todos nosotros, al igual que los juguetes reunidos en este libro, también queremos volver a nuestras caras felices, volver a sonreír.