Javiera Barrientos
Editora CECLI
Al igual que la ropa, los juguetes, los colores, los deportes y los juegos, los libros—y la literatura—destinados a la infancia también estuvieron y están supeditados a perspectiva de género. Hay cuentos para niñas y cuentos para niños. Los primeros suelen estar asociados a narraciones populares cuyos personajes principales–princesas, niñas o mujeres–son castigadas por salirse de normas previamente establecidas. El relato Barba azul, recopilado por Charles Perrault en su antología de 1697, es un excelente ejemplo de ello. Muchos cuentos de hadas caen bajo esta categoría, otorgando galardones a las figuras femeninas que vuelven sobre el camino de la rectitud. Por otro lado, los cuentos infantiles para niños, beben de tradiciones como la épica, la picaresca y el relato de aventuras, donde sus figuras trastocan las normas sociales para vencer a fuerzas en pugna y restablecer, así, el orden. Los personajes femeninos infantiles tradicionales son agentes pasivos de la acción, los masculinos, activos. Si bien no es el caso para todos los cuentos ni para todas las tradiciones, lo cierto es que aquella que se origina como una forma de impartir las normas didáctico-morales en la primera infancia, otorga a los niños la personalidad de lo que una vez fueron los animales en las fábulas de Esopo, mientras que a las niñas las transforma, muchas veces, en bellas pero sencillas escenografías.
El lector y la lectora infantiles son comprendidos, desde muy temprano, como individuos a los que es necesario educar a través de relatos multisemióticos para hacerlos encajar dentro de las categorías de lo ‘masculino’ y lo ‘femenino’. Para el especialista en libro infantil ilustrado Roberto Cabrera, el Orbis pictus de Comenius, publicado en 1658 es el libro pionero en la combinación de imágenes y palabras orientado al público infantil[1]. Este texto se vuelve aún más interesante al considerar que su autor era un educador que proponía una didáctica del aprendizaje del léxico; la obra principal de Comenius no era otra cosa que un diccionario ilustrado. Aquí, Comenius articula, al igual que sus predecesores, un perfil de lector que será referencia obligada durante siglos: el niño-aprendiz. El lector infantil al que hay que acceder de la mano de la didáctica se fija desde entonces como una directriz obligada para todo autor que se aventura en el terreno literario para niños y niñas. Así, Perrault publica en 1679 la primera edición de Los cuentos de Mamá Oca, una compilación de relatos fundamentales en la formación de la literatura infantil y juvenil occidental donde opta por desenlaces coronados por moralejas que no dan pie a segundas lecturas; se trata, indudablemente, de textos que buscan influir en la formación ético-moral de sus lectores (26-27).
En el acervo del MODO, entre muchas cajas de lata que contienen sustancias de la más diversa índole, desde cremas para el rostro hasta tabaco en polvo, hay una que, en su lugar, esconde un conjunto de cuentos miniatura. No cualquier caja ni cualquier cuento, la editorial Calleja de Madrid, durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX hizo circular pequeñas cajas metálicas rectangulares con bordes redondeados en cuyo interior había publicaciones miniaturas cada una con un cuento, crucigrama o entretenimiento infantil. Sobre su tapa, una impresión en formato vertical con un marco de color verde, detalles semicirculares y triángulos en oro y azul. En la portada la ilustración de una niña subida en una cerca de madera con la mano izquierda levantada sosteniendo un letrero color negro con marco de oro donde se lee “Calleja”. En la parte inferior, centrado en letras doradas con bordes en negro dice “JOYAS PARA NIÑOS” en mayúsculas.
La editorial Calleja, fundada por Saturnino Calleja en 1876, publicó un gran número de libros de temáticas históricas, literarias, legales, religiosas y didácticas. Sin embargo, sus textos más populares fueron los cuentos, particularmente las publicaciones destinadas a la infancia. Con un equipo conformado por los mejores ilustradores españoles del periodo, como Manuel Ángel Álvarez, Narciso Méndez Bringa y Ramón Cilla, Callejas tradujo e ilustró innumerables cuentos de hadas, fábulas, adivinanzas y refranes y los hizo circular en pequeñas cajas de latón tal cual si fueran preciosas piezas coleccionables. De acuerdo al libro La editorial Calleja, un agente de modernización educativa en la Restauración, esta fue una de las principales casas editoriales de libros de texto y de libros de lectura infantil y juvenil—siempre seleccionados y preparados desde una óptica moralizante—de la España de la Restauración (1874-1931). Su principal objetivo era deleitar e instruir en un país con índices de analfabetismo sumamente altos, particularmente en las mujeres; y su rol como agentes modernizadores—textuales y conductuales—los convirtió en importantes referentes en el mundo de la formación inicial. De acuerdo a Gabriel Janer en su artículo «Tres infancias soñadas: Pinocchio, Alicia y el Pequeño Príncipe», «Saturnino Calleja crea por primera vez en España el moderno libro infantil: moralizante y divertido, valiéndose a la vez de hermosas ilustraciones. De esta suerte, participa en la tarea de fomentar la lectura, incide en la reforma de la escuela–que cree imprescindible–y a la que constribuye con sus libros» (206-207).
A través de manuales escolares y colecciones de cuentos llevaron de un modo más concreto la regeneración y la innovación educativa no solo a través de España, sino también a países latinoamericanos como México y Chile donde sus obras circulaban extensamente dentro y fuera del aula. Si nos detenemos a leer algunos de sus libros más insignes nos encontraremos con publicaciones que se distinguían de acuerdo al género del lector o estudiante. Un ejemplo de lo anterior son los textos didácticos para la enseñanza de la lectura dirigidos a niñas tales como Lecciones de una madre, libro al que se le añadía el subtítulo “conforme a la inteligencia de las niñas”. Estas lecciones variaban con respecto a las producidas para niños tanto en temática como en el rol social que pretendían al crear determinados modelos de lo que significaba ser una buena y virtuosa mujer.
La impronta moral de estos contenidos puede identificarse en la primera y segunda lección del segundo tomo, donde podemos leer construcciones oracionales sencillas para niños: “Antonio es bueno. Benito es malo. Cecilio habla mucho. Domingo sabe poco. Eulogio escribe bien. Felipe lee mal. Gabino estudia bastante. Hilario juega demasiado. Juan tiene siete hermanos. Leandro cogió una liebre. Miguel no quiere jugar. Nicolás es buen compañero. Pedro huye del trabajo. Quintín es muy juguetón. Ruperto canta perfectamente. Simón era corto de vista. Tiburcio fue muy activo. Urbano era muy serio” (9-10); y, también, para niñas: “Amalia es bonita. Basilia tiene mucha nariz. Concha sabe ya bordar. Dolores toca bien el piano. Carmen aprendió pronto las cuentas. Elvira está muy contenta. Faustina es muy devota. Gabriela aprende el solfeo. Higina hizo ayer una pajarita. Inés me regaló una sortija. Julia no quiere madrugar. Leonor ya saber marcar. María no aprendió nada. Nicasia ha cogido una rosa. Olalla es cariñosa con todos. Paula ha sido poco afortunada. Quiteria regaló un ramo a la Virgen” (11-2). La distinción entre el carácter activo del niño y pasivo de la niña, la preocupación por su devoción, belleza, disposición y afección replican los ya mencionados roles que estos mismos personaje ocupaban dentro de las narraciones infantiles del periodo.
Esta distinción es propia de libros de caracteres que buscaban identificar los vicios y las virtudes conforme a cada género. Las traducciones al español de los libros franceses homónimos Los niños pintados por ellos mismos y Las niñas pintadas por ellas mismas en México hacia mediados del siglo XIX por Vicente García Flores, son un claro ejemplo de ello. Ahí donde los niños son aprendices, sastres, pintores, impresores, colegiales, instructores, escribientes, saltimbanqui, cómicos, pastorcitos, leñadores, labradores, mendigos, fosforeros, expósitos, grumetes, cieguecitos e hilanderos; las niñas serán pupilas, coquetas, aldeanitas, curiosas, caprichosas, envidiosas y burlonas. Dentro de los cuentos de Calleja, no obstante, es posible encontrar otro tipo de modelo femenino: la niña aventurera. De acuerdo a Pilar Díaz Sánchez, Calleja crea “una imagen de las niñas que trasciende los modelos sociales que las situaba en un lugar subalterno en relación a los varones. Este tratamiento de las niñas en los cuentos no pasó desapercibido a la Iglesia católica en su momento, que condenó la lectura de los cuentos de Calleja por ser perniciosa, especialmente para la educación de la mujer” (293). Esto debido a que muchos de sus cuentos son protagonizados por niñas aventureras, madres presentes, magas inteligentes que subvertirían el ya conocido rol masculino como catalizador de la acción. Es interesante mencionar, sin embargo que muchas de estas mujeres son caracterizadas, como es el caso de Mari-Flora en el cuento homónimo como una niña “de ánimo esforzado y varonil”. Es decir, aquellos rasgos positivos vinculados a personajes activos seguían siendo caracterízados como masculinos aún cuando quien los poseyera fuera una mujer.
Si bien en la portada de la caja de los cuentos de Calleja aparece una niña, los personajes principales de la totalidad de los textos que contiene son niños. Al igual que en los cuentos de hadas, estas aparecen como facilitadoras visuales de la lectura y la acción más que agentes reales de la misma. Ocurre esto no solo desde la lógica del marketing editorial, sino en la ficción. La novela social chilena de la década del 30’ tiene a Oscar Castro, autor rancagüino, como uno de sus máximos exponentes. En su novela La vida simplemente (1951), La Berta, niña de diez años a quien la escolaridad le es negada por su situación social y de género, “muchacha pálida que se pasaba los días sentada al sol en un piso bajo de paja” (13) le leía “los cuentos que solía llevarle; cuentos de Calleja, pequeñitos” a Roberto, el infantil narrador. Invertidos los roles, la niña lee hasta que él puede hacerlo por su cuenta. Una vez que esto ocurre es abandonada a su suerte, despreciada en público, desamparada al sol mientras el joven lector de ocasión se entrega frenéticamente a los libros de aventuras, a la instrucción escolar. Ni la niña de la portada del libro, ni la niña de la novela interactúan de cerca con el texto sino a destiempo, y si lo hacen es solo a modo de instrumento para el aprendizaje o el deleite masculino.
Esta forma de abordar la literatura infantil no ha pasado desapercibida por les autores contemporáneos. Hoy nos encontramos con obras que buscan confrontar la tradición mediante personajes femeninos o neutrales sumamente ricos y complejos, tensionando los roles de género que la literatura infantil perpetuó durante tanto tiempo. Pienso en Matilde de Carola Martínez, en Kramp de María José Ferrada, en Matilda de Roal Dahl, en La bella Griselda de Isol, en Madrechillona de Jutta Bauer, en La cabeza en la bolsa de Marjorie Pourchet, en Niña bonita de Ana María Machado y en Una caperucita roja de Marjolaine Leray, entre muchos otros. Libro tras libro, paso a pasito, avanzamos hacia una representación más justa, paritaria y libre: un mundo donde niños y niñas puedan participar de las mismas experiencias y escoger todo tipo de libros, sin excepción, del estante de la biblioteca.