por Jimena Castro
Dra. en Estudios Americanos, mención pensamiento y cultura
IDEA
«Creo en Dios Madre todopoderosa, creadora del cielo y de la tierra» reza el Credo que algunas agrupaciones religiosas proclaman desde que surgió la Teología de la Liberación hacia los años setenta. Pero la verdad es que la idea de Cristo con rasgos femeninos comenzó a aparecer en la mística medieval y se mantuvo en algunos escritos barrocos. Religiosas como Marguerite d’Oingt (1240-1310), Juliana de Norwich (1342-1416) e Isabel de Jesús (1586-1648) construyeron en su mundo visionario escenas de Jesús que se les aparecía bajo las formas de un nodrizo o parturiento. El sustento de este tipo de visiones es teológico, como lo explica Caroline Walker Bynum en su célebre Jesus as Mother de 1982 y que más adelante revisaremos.
1. Marguerite d’Oingt (1240-1310)
Monja cartuja que escribió en latín y franco-provenzal. En 1268 redactó la Pagina meditationum y luego una «vita», Li Via seiti Biatrix, virgina de Ornaciu. También compuso el Speculum y unas cartas con potentes visiones, como una en la que observa la manera en que se invierte un árbol o la representación de la Santísima Trinidad:
¿No eres tú mi madre y más que madre? La madre que me llevó, sufrió en el parto un día o una noche, y tú, hermoso y dulce Señor, fuiste humillado por mí, no una noche o un día solo, sino que sufriste más de treinta años. ¡Ay, hermoso y dulce Señor, cuánta amargura sufriste por mí toda tu vida! Pero cuando se acercó el tiempo en que debías parir, fue tanto el sufrimiento que tu santo sudor fue como gotas de sangre que corrían por tu cuerpo hasta la tierra. (en Sancho Fibla, Sergi. Escribir y meditar, 71).
¡Ay dulce Señor Jesucristo! ¿Quién vio nunca a ninguna madre sufrir así en el parto? Pero cuando llegó la hora del parto, fuiste colocado en el duro lecho de la cruz donde ya no pudiste moverte, dar vueltas o agitar los miembros como suele hacer el hombre que sufre un gran dolor, pues ellos te extendieron y te clavaron con clavos tan fuertemente que no quedó hueso por dislocar y los nervios y todas tus venas fueron rotos. Y ciertamente no era admirable que todas tus venas se rompieran cuando estabas pariendo el mundo entero en un solo día. (en Sancho Fibla, Sergi. Escribir y meditar, 76).

Der Schmerzensmann mit Arma Christi, c. 1470-1485, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg
Para Sergi Sancho Fibla, autor de la única monografía en español sobre Marguerite, «el parto será, en esta obra, básicamente una imagen alegórica de sacrificio, de dolor engendrador, una idea completamente extraordinaria en su contexto. Esa escena, como hemos visto, entronca con la noción del Dios-madre que permite el renacimiento de toda la humanidad desde el ‘duro lecho de cruz’ –’duro lecto crucis‘–. Marguerite es consciente de la intensidad de tal imagen y utiliza los recursos literarios que conoce para dotar la escena de un patetismo y una virulencia desconcertante» (76). Es evidente que el parto aquí se asocia con la Pasión, con la capacidad creadora de Cristo y los dolores que implica esa creación. El mismo Jesús habría anticipado, en su diálogo con Nicodemo, la relación entre su sacrificio y el renacimiento del espíritu: «No te maravilles de que te dije: os es necesario nacer de nuevo» (Juan 3, 7); un segundo nacimiento que Marguerite d’Oingt elabora de formas intensas y sugerentes. Ante la imposibilidad de liberar el dolor mediante el movimiento, la religiosa evalúa a Cristo como la madre que más ha sufrido en el parto, gracias a la postura de la cruz. Habla de una rigidez tan intensa que tiende a repetir la imagen de las venas rotas, señal irrefutable de este nuevo nacimiento. Una parturienta suele percibir la sensación de apertura que implica ese proceso: las caderas se amplían, las fuentes se rompen y el instinto invita a pujar para expulsar. Desde el interior de la mujer que está pariendo brota, al igual que del costado de Cristo en la cruz, sangre y agua. Pero lo que puntualiza aquí Marguerite es que en el cuerpo de Jesús no habrían quedado piezas sin romperse (aunque la Escritura avise: «No le quebrarán ninguno de sus huesos» Juan 19, 36). Así, dirá Juan Eduardo Cirlot que el sacrificio implica creación: «invirtiendo el concepto, tenemos que no hay creación sin sacrificio. Sacrificar lo que se estima es sacrificarse» (397). Agrega, además, que aquello que se pierde es proporcional a lo que se gana; así, ese desgarro descrito por Marguerite d’Oingt –el despedazamiento interior del cuerpo de Cristo– es lo que permite aquel renacer que san Juan relata en su Evangelio.
Ese mundo que Jesús engendra es bíblicamente el que también espera la próxima venida del Mesías. Mientras lo hace, se une a ese dolor: «Pues sabemos que la creación entera viene gimiendo hasta el presente y sufriendo dolores de parto. Pero no sólo ella. También nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior anhelando la liberación de nuestro cuerpo» (Romanos 8, 22-23). ¿Puede haber sido el desgarramiento de Cristo crucificado una anticipación a dicha liberación? No sabemos si Marguerite d’Oingt se habrá planteado alguna de las preguntas teológicas que subyacen en sus visiones. Pero sí podemos ver que respondió, con originalidad, a los modos de su propio mundo: «En un ambiente en el que la teología estaba sumida en una imaginería de un Cristo que diviniza la carne humana, la procreación femenina podía ser un símbolo de relevancia, una imagen mucho más convincente que la del padre creador» (Sancho Fibla, 74).

Maestro Francke, Der Schmerzensmann, c. 1430, Museum der bildenden Künste
2. Juliana de Norwich (1342-1416)
Anacoreta inglesa cuya celda se encontraba en la iglesia de Saint Julian en Norwich, de ahí su nombre. Alrededor de los treinta años sufrió una fuerte enfermedad, que afirma la tuvo al borde de la muerte. En ese episodio experimentó una serie de visiones que llamó «Showings»:
Así que Jesucristo, quien establece lo bueno contra lo malo, es nuestra madre real. Le debemos nuestro ser – ¡y ésta es la esencia de la maternidad! – Y toda la protección deliciosa y amorosa que siempre le sigue. Dios es realmente tanto nuestra Madre como nuestro Padre [. . .] Así que Jesús es nuestra verdadera Madre por naturaleza en nuestra primera creación, y es nuestra verdadera Madre por gracia al asumir nuestra naturaleza creada [. . .] Una madre puede dar a su niño leche para succionar, pero nuestra querida madre Jesús puede alimentarnos consigo mismo, y lo hace cortés y tiernamente con el santo sacramento, que es el alimento preciado de la vida misma [. . .]. La madre puede sostener al niño tiernamente contra su pecho, pero nuestra tierna madre de Jesús puede familiarmente llevarnos a su bendito seno a través de su dulce costado abierto.» (en Spearing y Wolters, Revelaciones del amor divino Capítulo 59 y 60)
Sin rechazar la idea de que Dios es padre, también piensa en él como una madre. Cinco de los ochenta y seis capítulos de sus visiones están dedicados a elaborar esta imagen. Según Sarah McNamer, existen algunas ideas de Juliana quiso plantear al hablar de «nuestra querida madre Jesús». Una de ellas, es que la religiosa asocia la creación con Dios y, por tanto, con lo femenino. Pero quizás lo que mayormente destaca McNamer es que, a diferencia de los autores contemporáneos a Juliana, ella piensa en la maternidad y en Cristo bajo el velo del amor incondicional. Otros autores de la mística inglesa como Richard Rolle, Walter Hilton y el autor anónimo de La nube del no saber proponen en sus escritos un camino para merecer el acceso a la divinidad. En Juliana de Norwich ese camino no se traza porque la misma maternidad de Dios ya lo ha hecho. No se requiere un camino para ganar el amor de Dios, pues éste ya existe sin importar lo que el alma haga.
Las comparaciones que Juliana hace entre Cristo y una madre tienen que ver con las formas en que se visualiza dicha incondicionalidad: la madre alimenta a sus crías con el fluido de sus pechos, pero Cristo los alimenta consigo mismo; ella abraza a sus niños contra sí y Cristo los acerca a su matriz a través del costado abierto. La apertura del costado de Cristo ha dado lugar a extensas reflexiones teológicas, pero me gustaría pensarla ahora en relación al atributo materno que Juliana le asigna: la gratuidad. Tomás de Aquino, al reflexionar sobre la escena en que Cristo es traspasado, piensa en que de ahí surgió el sustento de la Iglesia: «Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso, a la sangre le corresponde el sacramento de la Eucaristía, y al agua, el sacramento del bautismo. El bautismo, sin embargo, recibe su fuerza purificadera de la sangre de Cristo» (Suma Teológica III Qu.65 a.3). Pero esa apertura, que revela el ingreso a lo interior, está libre, en la visión de Juliana, de utilidad. No hay leche ni pecho de una madre que pueda compararse al acceso al «seno» de Cristo mediante su «dulce costado abierto». Ese traspaso, más que tomista, es entonces eckhartiano a través de su concepto de Durchbruch.
Es un término que puede traducirse al español como «traspaso» o «ruptura». Carlos Vara explica cuánta energía existe en el concepto, cuando en la actualidad se refiere a «el modo en que las raíces de un árbol surgen de la tierra, destrozando el pavimento que las separa del aire libre» y «para describir el modo en el que alguien tuvo que abrirse camino a mazazos a través de un muro» (120). Para la teología de Eckhart existe un grado de perfección espiritual que consiste en la unidad y el anonadamiento: «Cuando sucede que el alma recibe un beso de la divinidad, se yergue llena de perfección y bienaventuranza; entonces es abrazada por la unidad» (203). Lo que debe suceder para recibir ese beso de la divinidad es difícil de determinar, sobre todo si hablamos de la teología eckhartiana que es fuertemente negativa. Para el místico, incluso precisar la naturaleza de Dios es un despropósito que atenta contra Dios mismo: «Los maestros dicen que Dios es un ser y un ser inteligible que conoce todas las cosas, pero nosotros decimos que Dios ni es un ser ni es inteligible, ni conoce esto ni lo otro. Por eso Dios está vacío de todas las cosas y [por ello] es todas las cosas» (Eckhart, 78). Entonces, de nuevo, ¿cómo llegar a recibir el beso de la divinidad? Al parecer, no hay camino, pero si pudiéramos trazar uno en la mística de Eckhart, ese sería el de la pasividad: «Es necesario que el hombre no desee saber nada de las obras de Dios ni las quiera conocer» (78). Y aquí es cuando aparece el durchbruch, el atravesar. Dice Eckhart que en el atravesar «yo y Dios somos uno» (80) y los efectos de esta unión, el místico los atribuye a las consecuencias del durchbruch en contraposición de las del fluir. El fluir implica una conceptualización de Dios, y el atravesar es más noble porque escapa de cualquier conocimiento de la naturaleza de lo divino: «A Dios hay que tomarlo en tanto que modo sin modo y en tanto que ser sin ser, pues no tiene ningún modo» (93). El traspaso, este durchbruch, va a ser el gesto que permitirá la unión mística y, para dejarse traspasar, importa cuán pasiva es el alma para recibir la violencia de la gracia. En otros términos, habrá que ver de qué forma se ingresa al costado abierto de Cristo-madre, más que la utilidad que puede significar.
3. Isabel de Jesús (1586-1648)
Contemporánea a santa Teresa de Ávila, fue una mujer española y campesina. Tuvo que casarse a los catorce años por obligación con un hombre muchísimos años mayor que ella. Tuvieron tres hijos que mueren antes de cumplir los tres años y, una vez que el marido también fallece, se dedica completamente a la vida religiosa como beata. Escribe, más bien dicta, su Vida en la que aparecen sus visiones y arrobos místicos:
Se ha habido el Señor conmigo, como una madre con sus hijos, que cuando son pequeñuelos, cobran con mucha facilidad gran miedo, y para que le pierdan, les dicen: mira que no era nada [. . .] Manifestóme un día el Señor su corazón santísimo, diciéndome que estaba cargado, y que no hallaba quién le descargase los pechos de su misericordia, por lo que me manifestó que me dijo que por haber enfermado sus hijos había dado los pechos a los perros, entendí, que como el pueblo de Dios se reveló contra Cristo, hijo de Dios vivo, enfermó, no queriendo recibir su divina palabra, enfermó [. . .] Yo lo entendí muy bien, porque había pasado por mí cuando enfermaban mis niños y cuando se moría daba mis pechos a hijos ajenos y a los mismos perros, porque no cabe la leche en los pechos y está hirviendo por salir» (Vida de la venerable madre Isabel de Jesús, recoleta agustina en el convento de San Juan Bautista de la Villa de Arena, Viuda de Francisco Nieto, 80-1)
En las visiones de esta religiosa, Jesús también sufre dolores de parto, sangra y amamanta. Electa Arenal y Stacey Schlau señalan que la Pasión de Cristo está aquí nuevamente emparentada con el parto: «She equates Christ’s crucifixion with childbirth, because he thereby offered humanity new life. Although she calls him ‘father’ of humankind in this passage, she uses women’s experience to validate what is, after all, the ceter of the New Testament story–Christ’s sacrifice for humanity (204). Isabel de Jesús reporta que en algunas ocasiones su boca llegaba a sangrar cuando comulgaba y que había hecho intercambio de sangre con Cristo. La leche y la sangre, de acuerdo a Arenal y Schlau serán fluidos que se encontrarán en el imaginario de esta mujer, vinculado a lo maternal y lo divino: en tanto que Cristo derrama su sangre por la humanidad, la está también alimentando como una madre. Isabel de Jesús comprende este gesto pues ella misma ha tenido que amamantar a sus hijos que murieron todos siendo muy pequeños, lo que la dejó con sus pechos hinchados y desesperada por encontrar quien los vaciara.

Master of Cardinal Bourbon, Virgo Lactans, c. 1500
En su visión, Isabel de Jesús vincula la leche con la palabra de Cristo. Ésta se encuentra con un desesperado anhelo por ser repartida al punto de que podría reventar por no caber en su recipiente. La leche materna en los pechos de una mujer es ilimitada. Mientras más succiona el lactante, más alimento produce, ajustándose así a las necesidades de sus crías. Si el bebé deja de mamar, los pechos de la madre se hincharán hasta que el cerebro entienda que no debe producir más prolactina y así finalmente se vaciarán. Hay en la actualidad un medicamento que acelera ese proceso. Pero mientras eso no ocurra, las glándulas mamarias seguirán produciendo leche y su acumulación puede derivar en infecciones como la mastitis.
Lo mismo, en el imaginario de Isabel, ocurre con la palabra de Dios. El pueblo se ha revelado contra Cristo y ha rechazado su leche, «no queriendo recibir su divina palabra» y por eso debe ser entregada a los perros. Se trata de un gesto absolutamente trágico, pues incumple las mismas palabras de Jesús después del gran discurso que le entrega a la muchedumbre tras las Bienaventuranzas: «‘No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen'» (Mateo 7, 6). Más tarde, en las cartas de san Pedro observamos una misma referencia: «Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: ‘el perro vuelve a su vómito’, y lo de aquel otro: ‘la puerca lavada, a revolcarse en el cieno'» (2 Pedro, 2, 22).
El vínculo entre la leche y la palabra tiene aquí evidentemente un carácter nutritivo. La simbología cristiana es rica en ello. J.C. Cooper indica que, en esta cultura, la leche es «el logos; la leche celestial de la novia mística (la Iglesia); la leche también representa las enseñanzas sencillas que se dan al neófito antes de su iniciación (…). En la iconografía cristiana, el cubo de leche o muletra representa el alimento espiritual de Cristo y la Iglesia» (102). Nuevamente Pedro lo confirma: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, gracias a ella, crezcáis con vistas a la salvación» (1 Pedro 2, 2). Es interesante la manera en que toda la construcción simbólica de las Escrituras en torno a la leche, la palabra y los perros, Isabel de Jesús la asocie a una realidad literal y doméstica. Revisando otras visiones del período, se ve que hay una tendencia a trasladar los usos de la experiencia cotidiana a la sobrenatural, y viceversa. Si en la mística medieval se accede a lo invisible por lo invisible, aquí parece que ese criterio se expande hacia lo que la religiosa vive día a día.
4. La imaginería de Jesús como madre aparece, según Caroline Walker Bynum hacia el siglo XII. Particularmente escrita por hombres, tales como Bernardo de Clairvaux, Guillermo de San Thierry o Anselmo de Canterbury, se trató de una forma de pensar a Cristo que logró una gran popularidad entre los monjes cistercienses. La autora propone que esto se debe al cambio de sensibilidad espiritual de la época, indicando que varios académicos «associated this particular image with the rise, from the eleventh century on, of a lyrical, emotional piety that focuses increasingly on the humanity of Christ» (129). Pero, ¿no bastaría con profundizar en los dolores de su Pasión, como quizás lo hizo el Barroco más adelante? Para Walker Bynum es fundamental que esta nueva sensibilidad incluyó el sentido de la humanidad como creación a imagen y semejanza de Dios, además de la idea de que la humanidad de Cristo es la que hace que el hombre esté unido a lo divino. Aquí es cuando irrumpe la madre. Walker Bynum ve que en los escritos que van desde Anselmo a Juliana que hay tres «basic stereotypes of the female or the mother» (131): «the female is generative (…) and sacrificial in her generation (…); the female is loving and tender (…); the female is nurturing» (131). Creación, dolor, amor y alimento son atributos de lo femenino que, dice la autora, coinciden con las preocupaciones teológicas de la época que también conviven con las fisiológicas. Por ejemplo, aparece la idea del pelícano como la madre que alimenta al hijo con su sangre: «the loving mother, like the pelican who is also a symbol for Christ, feeds her child with her own blood. Thus, the connection of blood and milk in many medieval texts is based on more than merely the parallelism of two body fluids» (132).

The Prayer Book of Bonne of Luxembourg, Duchess of Normandy, atribuido a Jean Le Noir, antes de 1349, The Metropolitan Museum of Art.
Para varios autores el periodo entre los siglos XII y XIV fue de la mujer. La creciente devoción a la virgen María, el lenguaje de la cortesía y el aumento de mujeres religiosas de todo tipo abrió una nueva posibilidad de afectividad que, sin embargo, no nos permite afirmar que las imágenes de Jesús como madre sean netamente femeninas. De hecho, al observar los textos escritos por mujeres en ese periodo, podemos darnos cuenta de que predomina notoriamente la mística nupcial, esa que presenta a Cristo como el amado y a la religiosa como la esposa o amante. Pero hay también en estas escenas de Cristo-madre (y creo que también en las nupciales) una vía alternativa a la teología clerical predominante. Así al menos lo estima Elizabeth Perloff, quien afirma que estas religiosas «not only reversed the traditional male and female roles,.. [but] also inverted the hierarchy of the Church» (en Arenal y Schlau, 205).
Bibliografía
Arenal, Electa. Schlau, Stacey. Untold Sisters. Hispanic Nuns in their own Works. University of New Mexico Press: Albuquerque, 1989.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Ediciones Siruela, 2012.
Cooper, J.C. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2004.
Eckhart, Meister. Obras alemanas. Tratados y sermones. Barcelona: Edhasa, 1975.
Sagrada Biblia. Trad. Nácar-Colunga. Madrid: BAC, 1999.
Sancho Fibla, Sergi. Escribir y meditar. La obra de Marguerite d’Oingt, cartuja del siglo XIII. Siruela: Madrid, 2018.
Spearing, Elizabeth. Revelations of Divine Love. Penguin Classics, 1999.
Vara, Carlos. «Durchbruch. Estética del traspaso». Revista Forma, 2010: 119-126.
Walker Bynum, Caroline. Jesus as Mother. Studies in the Spirituality of the High Middle Ages. University of Californa Press: 1984.