por Sara Acuña y Loreto Casanueva
Los objetos, dice Steven Connor en su encantadora selección de ensayos Parafernalia, “muestran un interés, una preocupación por nosotros” a tal punto que pueden “exceder sus usos asignados u ordinarios”, transformándose en, lo que él llama, “cosas mágicas”. Desde que se estableció la cuarentena en Santiago de Chile, dejé de usar la cuchara con la que me encrespaba las pestañas y tuve que volverme devota de la mascarilla quirúrgica. Nunca pensé que maquillarme los ojos, ritual cotidiano y sagrado, iba a dejar de importarme. Tampoco que me iba a importar tanto que mi mascarilla combinara, al menos un poquito, con mis atuendos. Entonces la cuchara volvió a la cajonera de la cocina y las mascarillas, así, en plural, permanecen siempre colgadas en un perchero a la entrada de mi departamento–lugar que hasta fines de febrero era el hábitat de carteras-, a la espera de una de las escasas salidas al mundo exterior.
No sé si, al decir de Connor, la mascarilla sea, como la cuchara, un objeto mágico. Andar sin ella es peligroso, abandonarla en una mesa ajena es peligroso, usarla para otro propósito que no sea la protección es peligroso. Jugar con ella es peligroso y la cosa mágica se ofrece, sobre todo, como juguete: el clip que desarmamos cuando estamos nervioses, la servilleta sobre la que anotamos algún pendiente. Como sea, ese pedazo de tela rectangular, con dos tirantes, es, con toda certeza, la prenda más usada durante este año. Seguramente nunca en la historia de la humanidad había sido tan usada, por tanta gente, en tantas latitudes.
Así como pasar de la cuchara a la mascarilla, los distintos aspectos de nuestra cotidianeidad se vieron trastocados con el Covid-19, enemigo silencioso, invisible y acechante. Las salidas a la calle se convirtieron de acto reflejo a solicitud controlada y consciente, obligándonos a establecer una relación con una autoridad -ahora no paternal sino que policial- que nos diera el pase necesario para respirar fuera de casa. La pandemia, al menos en Chile, nos llevó a mantener cuarentenas obligatorias y a que las comunas y regiones en que residimos se volvieran etiquetas y luego pasos de desconfinamiento cuyas categorías debimos aprender a manejar y comprender. Al fin y al cabo, la posibilidad de salir una vez finalizado el encierro se transformó en una vorágine de cuerpos que empezaron a ocupar los espacios públicos de una manera nueva y desproporcionada. Hacer filas, pero mantener las distancias. Carteles para respetar los aforos y recordar que hay que dejar de saludarse con un abrazo o con un beso -aquí, un requerimiento social, incluso al ser presentado ante un desconocido–nuevas reglas de comportamiento que superaban toda idea previa con la que nos distribuíamos y compartíamos tanto fuera como dentro de nuestros hogares.
La disposición física de nuestros cuerpos en el encierro nos ha llevado a reflexionar de una manera diferente sobre ellos. Temer a la enfermedad y desconfiar del otre, el cuerpo propio enmascarillado y el ajeno mantenido a la distancia. Noches de insomnio, alergias y urticarias, episodios de nerviosismo y estrés, medicamentos para calmarlo, comida para alimentarlo. Temores a engordar ante la falta de movimiento físico y el exceso de ansiedad que desataba una batalla campal de las manos dentro de un bol con maní o en un trozo de chocolate. Residimos en un cuerpo, nuestro cuerpo reside en la casa. El cuerpo es la primera residencia. Residimos nuestras casas encerrades en nosotres mismes.
Asimismo, nuestra relación con el entorno más cercano y seguro que conocíamos y conocemos, nuestra propia casa, nuestro propio y personal espacio doméstico, también se vio alterada. Nació una nueva manera de vivir en ella, donde las fronteras no terminan de definirse, ni siquiera ahora que la amenaza del encierro nos acecha nuevamente. Empezar a buscar el rincón más mullido del sillón para leer, o movernos como gatos buscando la luz o alejándonos de ella. Tener horarios nuevos, bloques de tiempo alejados de la hora punta del transporte público y de las temporalidades que marcaban el movimiento por la ciudad. Oficinas, bibliotecas y otros espacios laborales migrados hacia el hogar, obligándonos a mirar el reloj para cerciorarnos distintas veces al día respecto a la fecha y la hora, y para decidir cuándo es el momento de trabajar, comer o dormir, poner la mesa para alimentarnos y deshacerla para producir en ese escritorio improvisado.
Reviso mi agenda y veo tachados todos los planes de esa semana, y al seguir ojeando me encuentro con hojas que simplemente dejé en blanco para dejar una marca innegable del silencio que le continuó a las cancelaciones espontáneas pero sucesivas que siguieron hasta que ya no quedaba ningún plan por tachar. Armo listas de compras y busco nuevos proveedores que traen cosas a la casa: alimentos, libros, remedios. Chocolates para la ansiedad. Personas que se vuelven necesarias y urgentes, como cuando nuestres familiares de antaño esperaban al cartero, al lechero, al afilador de cuchillos.

La experiencia cotidiana del espacio doméstico y personal es quizás la única constatación que tenemos de que donde vivimos o residimos no responde únicamente a las mezquindades de una arquitectura, sino al ser y al estar en un lugar. La cuarentena nos ha obligado a mirarlo y a espiarnos a nosotres en él, a camuflarnos en sus rincones y en las cosas que hemos ido dejando en sus repisas.
La casa como museo
Diversos espacios museográficos crearon plataformas virtuales para reflexionar sobre cómo residimos, corporal, material y objetualmente el espacio de la casa, en medio de esta pandemia. Un montón de esas experiencias aparecen retratadas en la exposición internacional y virtual “Objetos que aproximam: dentro de casa” del Museu das Coisas Banais (Museo de las Cosas Banales) de Brasil. Abierta desde el 14 de agosto de 2020 y disponible para ser visitada en línea, la exposición genera un recorrido dentro de una casa donde cada habitación está llena de objetos de personas de distintas partes del mundo, especialmente de Brasil. La propuesta implicó invitar a les seguidores del museo a compartir fotografías acompañadas de breves historias de cosas que encontraban dentro de sus hogares y que se habían convertido en un apoyo emocional o afectivo en estos tiempos difíciles de encierro y de incertidumbre.
La exposición, coordinada por Julianne Serres y curatoriada por Joana Schneider, permite notar cómo la casa, residencia o habitación puede ser comprendida como una especie de museo privado donde se albergan recuerdos, parentescos, lugares y tiempos, y que si nos detenemos a observarlas –como cuando vamos a un museo-, permiten explicar quiénes somos o qué hacemos; por qué lo que hemos necesitado, rescatado, guardado, tiene trazas de nosotres mismes en distintos momentos y situaciones específicas, entendiéndolas como parte de una colección personal. Imanes en el refrigerador o postales que fueron recuerdos de un viaje, talqueras en la habitación que aún guardan el aroma de una abuela, harina como ingrediente que no solo permite hacer pan y asegurar la alimentación, sino también mantener un afecto, y hasta cables con conexión USB que permiten enlazar el celular a la corriente eléctrica y garantizar la posibilidad del encuentro virtual. Todos esos objetos que nos vinculan a les demás y a nosotres mismes, y que estaban viviendo a nuestro lado desde antes de que nos encerráramos con ellos.
Uno de los aspectos quizás más gratos de la exposición es la disparidad de las fotos enviadas: disímiles e irregulares en su encuadre, unas oscuras y otras más luminosas, algunas borrosas y otras elaboradas como composiciones artísticas, cada imagen de cada objeto es también quién captura la imagen y cómo lo hace. El ojo que encuadra y la mano del ser que registra, deja la evidencia concreta de la persona que existe en relación a la cosa retratada. Toda anotación, registro y transferencia que queda en este museo da pistas de esos cuerpos encerrados en los espacios domésticos y la necesidad que tienen de desarrollar, dentro de casa, un vínculo entre la romántica visión de una “vida anterior” y la borrosa noción de una vida futura a partir de los objetos que tienen disponibles.
En Europa, desde mayo de 2020, el Victoria & Albert Museum, la más importante institución inglesa dedicada a las artes decorativas y el diseño, abrió una nueva sección en su blog. “Pandemic Objects” es una fascinante vitrina virtual que recolecta, a partir de breves ensayos, diversos artefactos cuyos usos se han renovado o cuya presencia ha reaparecido a partir de las cuarentenas impartidas en el mundo. Es una especie de enciclopedia de cosas mágicas de la pandemia, que no solo contempla objetos tangibles como el cabello, domésticos como el papel higiénico y públicos como, naturalmente, las mascarillas, sino también fenómenos, personajes y plataformas como servicios de streaming, vecines y TikTok, ilustrados con fotografías de objetos afines provenientes del acervo del museo. Dos de las entradas son, hasta ahora, mis favoritas: una por su cotidianidad; la otra, por su antigüedad. Pese a sus evidentes diferencias, ambas nos invitan a repensar las cosas -cosa como objeto, cosa como asunto- a propósito de la pandemia, resignificar el distanciamiento social y, sobre todo, reflexionar sobre las fragilidades, ausencias y oportunidades humanas y materiales de este contexto tan especial, que desnudó otras contingencias políticas y sociales que han mantenido copada y conmovida la agenda 2020.
En su texto “Windows”, la curadora Rachel Dedman esboza una pequeña historia de las ventanas. El intruso Coronavirus nos hizo notar, tal vez como nunca antes, el uso, el goce y la necesidad de esas aberturas de viento y luz: “The window is an element of domestic architecture designed to go unnoticed. Like other things we see every day, windows become invisible through familiarity, as much as through transparency”. Dedman narra las peripecias de las ventanas en el Reino Unido -sobre todo su relación con el bienestar y el lujo- para llevarnos luego a la estruendosa quebrazón de ventanales que se produjo en Beirut tras la explosión que ocurrió en agosto de este año, en pleno puerto: “Windows are both mundane and powerful things, thresholds and portals. We take them for granted until they are gone, and it is hard to live safely without them”.
En “Mourning Jewellery”, la artista Catrin Jones pronuncia una elegía fúnebre en honor a les fallecides por Covid-19, pero también al asesinado George Floyd, para luego discutir los protocolos sanitarios de los funerales. ¿Cómo vivir el duelo en tiempos de pandemia, cuando no podemos darnos la mano ni abrazarnos? Tanteando una respuesta, Jones nos muestra algunos anillos de luto, pequeños obituarios de metal que, desde la Baja Edad Media y en especial durante la época victoriana, se fabricaban para conmemorar a quienes morían, y que permitían practicar el duelo tanto íntima como públicamente.
A propósito de estas exposiciones, de la experiencia personal y colectiva del encierro y de la constatación de la fragilidad de nuestro cuerpos, aparecen diversas preguntas que se asoman así como el polvo en los bordes de las ventanas: ¿De qué manera residiremos nuestros cuerpos en el futuro? ¿Cómo los ubicaremos en nuestras casas cuando salir ya no sea una amenaza y se vuelva un panorama apetecible? Si las cosas, como propone Connor, son mágicas y manifiestan una preocupación por nosotros, ¿cuánto nos preocuparemos por las que nos acompañaron en el encierro cuando podamos volver a tocar los objetos ajenos sin compromiso ni temor? ¿Nos olvidaremos de nuestros museos caseros?