El sábado 8 de octubre de 2022, al mediodía, se inauguró en Espacio Amaza (Santiago, Chile) la exposición Un cuarto imaginario de Francisca Robles y Ana Lea-Plaza*. Objetos textiles y collages conviven amistosamente en las mismas habitaciones gracias a la complicidad de las artistas. Como una forma de extender ese gesto colaborativo, Megumi Andrade Kobayashi y Marcela Labraña, dos de las fundadoras y curadoras de La oficina de la nada, fueron invitadas por Francisca y Ana para que escribieran un texto que acompañó el fanzine que regalaron a los asistentes. El ensayo, que aquí compartimos, fue compuesto «al alimón». Para ello, cada una elaboró un párrafo a partir del que ya había escrito su compañera, tejiéndose así una suerte de «cadáver exquisito».
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«Ámame japonesa, japonesa / antigua, que no sepa de naciones /occidentales», escribe Rubén Darío en «Divagaciones». Las japonesas de estos collages saben de occidente. Lo conocen, peregrinan en masa al lago Llanquihue: se deleitan con la vista despejada a un volcán que les recuerda a su adorado Monte Fuji.
Claveles en lugar de cerezos.
Un hombre enamorado rema, el sol tiene la forma de un abanico.
Estampas con olor a campo y gallinero.
Casas son: techo, paredes, puerta y, al menos, un par de ventanas. Algunas de las casas de este collage saben seguir esta pauta o, al menos, fingen hacerlo. Una de las casas de este collage parece colgar de un hilo. Al centro de un paisaje que es también el centro del collage hay un fulgor que parece imantar la ventana de la casa que boca a bajo pende de un hilo y del collage.
En uno de los textiles que cobijará Un cuarto imaginario se puede leer lo siguiente: «Sus rutilantes fachadas… parecen perlas pintadas en el cuello del cerro». La primera parte de la frase, «Sus rutilantes fachadas», va escrita o bordada en amarillo sobre fondo azul. La segunda parte, va en azul/negro sobre fondo blanco. Bajo ambos textos, cadenas montañosas danzan en la tenue irradiación de una noche estrellada sin luna.
A tomar once. Con un fósforo prender el fuego, con otro el candelero boliviano. La tetera llena. Servir el agua en cada tacita. ¿Azúcar o endulzante?
Los objetos blandos y los collage 3D invitan a abrir y cerrar, acercar y alejar, sostener y doblar.
Una demitasse en su platillo. La mesa está puesta. ¿Y el pan? ¿La mermelada?
En lugar de fósforos, cada imagen ilumina a su manera en estos escenarios en miniatura. Rostros atentos o perdidos, la observación es el hilo conductor. Dos personajes aguzan la mirada, al igual que nosotros al querer percibir lo que ocurre. La presencia de manos espejea nuestro deseo de tocar. Un gato en reposo pide caricias, mientras seres alados –una gaviota, una mariposa, una abeja– advierten que tengamos cuidado.
Un hoja de papel… ¿puede acoger un mundo? Este collage parece decir que sí con sus puentes y carreteras perdidas que solo sirven para abandonar ciudades y conducirnos a lo más alto de las montañas, al cráter humeante de un volcán y a su corte de nubes que recorren el día a calmo galope mientras, unos árboles nobles y sempiternos, hacen lo propio con el tiempo. Al otro lado de este espacio y tiempo en blanco y negro, en Oriente, y a todo color aguarda por nosotros una fiesta con canto, palmas, liebres y conejos expectantes, hombres de madera posando para un pintor imaginario y repollos en flor.
Una casa invertida en un collage en blanco y negro. Al parecer, no todo funciona como debería; en lugar de cocinar o hacer el aseo, las mujeres trasladan el comedor al centro de una biblioteca reservada para eruditos. Convierten las cucharas de palo en lápices y pinceles. Escriben, dibujan.
La camarera del cabaret «Folies-Bergère» ha abandonado su lugar de trabajo. Exhausta, mira por la ventana de su cuarto imaginario. A su lado hay un gatito durmiendo pero el que se pasea por la ventana amarilla está inquieto: con la cola levantada, mira a través de la reja. Quiere decirnos algo, al igual que el gato negro a los pies de la «Olympia».
Fachadas blandas, frontispicios hilados. Recorremos el libro como si fuera un barrio. El interior de sus casas se revela al tacto de la tela: una familia de algodón egipcio, una pareja de lino, una mujer de terciopelo.
Conviene recordar que la observación es el hilo conductor en esta esta exposición. Aunque también las manos tienen algo que contar. Su presencia espejea nuestro deseo de tocar los elementos de una mesa muy bien dispuesta y libros blandos como el que, precisamente, ostenta una mano blanca cosida a una página de género rosa pálido ¿o color piel? que se deja fotografiar blanda y suave. Curiosamente, esta mano blanca va flanqueada al costado derecho por un texto que, contra todo pronóstico, advierte: «y te rompe la piel». También hay manos en varios de los collages que anidan en este cuarto imaginario. En uno de ellos, la mecanógrafa estira su mano hacia la hoja de papel aprisionada en la máquina de escribir. Revisa el texto. Aquí, a lo lejos, vemos pares de manos que trabajan la tierra y otras que reman. Alguien en este mismo instante deja caer un terrón de azúcar en una taza de té y una suerte de manícula a todo color señala a la mecanógrafa. ¿Le estará pidiendo que revise la última parte de la carta que le ha dictado? En otro collage hay manos en acción: raspan, pegan, miden con esmero. Sin que nadie las vea, hasta ahora, entrelazan su quehacer bajo el amparo de una flor pródiga en voluptuosidad.
*La exposición Un cuarto imaginario estará abierta hasta mañana jueves 13 de octubre de 2022.